In memoriam Eduardo Macaya

El profesor Macaya me hizo clases de matemáticas y de matemáticas aplicadas durante los años 2000 y 2001, cuando cursaba 3ro y 4to medio con mis condiscípulos borgoñinos. La Parca, inflexible, lo ha separado del mundo justo el día en el que decidí hacer una migración masiva de mis datos y de mis mensajes de correo electrónico: un día de recuerdos y de reorganizaciones. Macaya marcó un hito en mi formación con su pausada pasión por el conocimiento y su respetable perfil de académico. No es raro, pues, que me acuerde de él de vez en cuando diciéndome con fingida afectación «¡diputado!» para burlarse de mi estricto formalismo.

El recuerdo de él que tengo guardado más hondamente en mi corazón es de cuando nos dio la tarea de deducir la ecuación de la elipse desde su definición: «el lugar de un punto que se mueve en el plano de tal manera que la suma de sus distancias a dos puntos fijos de este plano, llamados focos, es siempre constante». Cuando algunos se quejan lacrimógenos de que en la educación chilena no se enseña a pensar, yo me acuerdo de este episodio: porque este no es más que una muestra -emocionalmente importante para mí- de lo que era una práctica constante en el Liceo Manuel Barros Borgoño. ¿Que no se enseña a pensar? ¡Patrañas! ¡Esto solo lo pueden decir los porros que no prestan atención en la clase! Porque la clase es una «ceremonia solemne», como me dijo (¿o habré sido yo a él?) el profesor Macaya alguna vez para nuestro deleite burlesco de la formalidad excesiva.

Tengo certeza de que Macaya amaba las matemáticas en particular y el conocimiento en general por varias razones, de las cuales expondré aquí solamente la que me es más significativa. Luego de haber calculado los valores relativos a la ecuación de una circunferencia, si no me equivoco, con una recta tangencial a ella, y de haber expresado gráficamente estos valores en un plano, terminó su explicación afirmando: «esto es bello». Su tono de voz nunca parecía inspirado ni esotérico, sino serio y algo subterráneo: «esto es bello». No se trataba de una apreciación estética, sino una afirmación objetiva. Por supuesto que esta actitud de veneración hacia el conocimiento inspiraba una veneración hacia el maestro entre los alumnos. Y esta impresión se repetía en los casos de casi todos los profesores. Así que cuando uno lo veía fumando -siempre vestido semi-formal y a menudo bebiendo un café- en medio del pasillo de San Diego mientras conversaba con el profesor de filosofía (Bayer) y con el orientador (Cabezas), cada uno de los cuales merece capítulos aparte, se sobrecogía por la distancia intelectual que lo separaban de ellos.

Su carácter burlescamente afable también ganó el corazón de varios. Así fue ocurriendo mientras se refería al Barrientos como «señor Tapón» (sobre la base del sobrenombre que le habían puesto los alumnos) y lo mandaba a comprar una aspirina, lo cual era un quizá no tan sutil forma de referirse al tamaño de su cabeza, o mientras le decía al Contreras, el más obeso del curso, «¡está más delgado!» o mientras aclaraba que explicaría una primera vez para el curso y una segunda vez para Cancino. A mí también dirigía sus dardos cuando me saludaba diciendo en voz alta «¡diputado!» Me estimaba, no obstante, y esto se reflejó en alguna nota que resultó levemente más alta que lo esperable, lo cual él justificó diciendo que no evaluaba solo el rendimiento académico, sino también la cualidad moral de sus alumnos: esta argumentación sería desechada hoy en día, claro, porque los profesores de antaño también la utilizaban para aplicar el «uno disciplinario». Por supuesto, yo considero una barbaridad que haya quienes se opongan a esta forma de evaluación, porque no surge del capricho, sino desde el ojo experto del profesor como autoridad no solamente académica, sino también ética.

La forma en que explicaba los contenidos y en que vertía sus opiniones hacía parecer que sus afirmaciones no eran meras ocurrencias desechables, sino el producto de un sentido común agudo a la vez que sereno: el efecto de una sabiduría acumulada durante años de desempeño docente. Era la misma naturalidad con la que afirmaba que los alumnos de la especificidad matemática (entre los que yo me contaba naturalmente) estudiarían ingeniería en la universidad y, por lo tanto, tenían que aprender cálculo. Así que él mismo dictaba un taller de introducción al cálculo los días lunes por la tarde.

Mi generación, claro, está comenzando a sepultar sus viejas glorias y a levantar las leyendas acerca del pasado esplendoroso que vivió a causa de una nostalgia hipersensible, pero racionalmente infundada. ¿No lo han hecho todas las generaciones del mundo anteriormente? Supongo que sí. Resulta natural que añoremos los años en los que fuimos formados y en los que nos hicimos hombres, por cierto. No por nada siento que el Liceo Manuel Barros Borgoño es mi verdadera alma mater. Y lo digo fundadamente porque también es universidad: la honorable «Universidad del Matadero». Macaya es una de las figuras fundamentales en la construcción de esta leyenda. Su espíritu, su rigor, su seriedad: todo confabula para inspirar reverencia y admiración tanto hacia él cuanto hacia el liceo. Y estas impresiones son inseparables del proceso formativo que vivieron las generaciones educadas por él y sus colegas.

Yo mismo, por cierto, como profesor, aspiro más a ser como Macaya y los profesores que me formaron que como el modelo de profesor propuesto ahora. Yo no admiro los valores actuales, sino aquellos con los que fui formado. Y me sorprende que muchos de mis colegas se deshagan con tanta facilidad de aquellos principios con los que fue educada nuestra generación para «venderse» a o entregarse cobardemente en las exigencias actuales del ejercicio docente. Por esto mismo, resulta obvio, he tenido algunos vaivenes en mi ejercicio docente y no pocas quejas de algunos alumnos hipersensibles (excesivamente mimados en mi opinión). ¿Mi pecado? Poner el conocimiento en el centro del proceso educativo. ¿Terrible, verdad? Simplemente me niego a sucumbir a la charlatanería de las «inteligencias múltiples» y de que todos son igualmente capaces y de que los sentimientos de los «niños» son más importantes que la instrucción... ¡No, señora: su hijo es tonto y no hay nada que hacerle! Macaya no dudó, cuando estábamos en 4to medio, en hacer repetir a Barrientos porque consideraba que no estaba preparado para terminar la enseñanza media. Más de una vez le advirtió «yo no hago milagros» con la esperanza de que se esforzase un poco más.

Así que no. Me niego, en definitiva, a traicionar a quienes me educaron: yo no mancharé la memoria ni el nombre de Eduardo Macaya ni los de otros profesores que pasaron tantas rabias conmigo. De manera que espero continuar su legado. El de él y el de todo el liceo. Un verdadero amor por el conocimiento no es tolerante con la hipersensibilidad actual, sino que es riguroso y esforzado. Aun cuando yo lo haga más por escrito que en las aulas, espero expandir este espíritu hacia el futuro porque creo que es una de las cosas buenas que la generación anterior, la que me formó a mí, les puede legar a las generaciones que vendrán más adelante. Si de verdad creen que Macaya y los demás profesores de su generación les enseñaron algo bueno, no se alejen de sus lecciones, sino que transmítanlas tal como las recibieron desde ellos.

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