Leopoldo Serrano: un misionero hondureño ante el narco

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Leopoldo Serrano: un misionero hondureño ante el narco
Fray Leopoldo Serrano observa el paisaje donde construyó un centro de rehabilitación para drogadictos, en la Misión San Francisco de Asís, Honduras, el martes 15 de julio de 2021. La mitad de todos los las tierras y los negocios que ves desde aquí pertenecen a los narcotraficantes, dijo Serrano. (Foto AP/Rodrigo Abd)

MISIÓN SAN FRANCISCO DE ASÍS, Honduras (AP) — Primero llegó el huracán Eta. Luego, el huracán Iota.

En tres semanas, La Reina, una aldea en las montañas del occidente de Honduras, soportó dos diluvios de proporciones bíblicas.

Durante los cuatro días que Iota martilleó la comunidad, sus habitantes no dejaron de vigilar la ladera que se erguía amenazante sobre las 300 casas. Buscaban señales que indicaran el momento de huir. Algunos lo hicieron apenas cesó la lluvia y comenzó a agrietarse el suelo. Iván Varela resistió todo lo que pudo tratando de proteger las siete casas construidas junto a sus hermanos con el dinero ganado en Estados Unidos.

Aquella última noche, mientras sus padres rezaban el rosario, Varela tuvo que disparar al aire para advertir a quienes comenzaban a saquear las casas de quienes ya habían evacuado la aldea. Cuando notó que la tierra temblaba y bajo sus pies manaba el agua, llamó a su hermano en Florida.

- “Se va la aldea, René. Lo perdemos todo”.

- “Lo material se trabaja de nuevo, lo importante es que se salven, váyanse de ahí”.

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Esta historia es parte de una serie, Después del Diluvio, producida con apoyo del Pulitzer Center on Crisis Reporting.

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Varela escondió sus herramientas de trabajo con la esperanza de poder recuperarlas algún día. Soltó a las gallinas y al perro y se sumó al éxodo de La Reina.

La aldea desapareció esa misma noche, sepultada por un inmenso deslave de tierra. Sus habitantes se sumaron al casi medio millón de centroamericanos desplazados durante la temporada de huracanes de 2020. Bañados en lágrimas, temblando de frío, asustados y desorientados, los habitantes de La Reina descendieron hasta la carretera que recorre el valle en busca de ayuda.

Y fue allí donde, en respuesta a sus oraciones, apareció el padre Leopoldo Serrano, un fraile franciscano dispuesto a hacerse cargo de la situación. El tiempo demostraría que, con tal de salvar a La Reina, estaba dispuesto a pactar hasta con el mismísimo diablo.

Serrano, párroco y director de un centro de rehabilitación de adictos cercano, sabía que tenía que actuar con celeridad para evitar que la comunidad, de poco más de 1.000 de personas, se desintegrase. Era necesario proteger a las familias que acababan de perderlo todo y llegaban a un valle marcado por la pobreza y la violencia del narcotráfico que ya han empujado a tantos hondureños en dirección a Estados Unidos.

Para lograrlo, como es habitual en América Latina, tuvo que lanzarse al vacío.

“No quiero que se vayan a Estados Unidos. Eso rompe las familias, el sufrimiento es inmenso”, dice Serrano. “Reconstruir la comunidad ayuda a detener la migración”.

Serrano convirtió escuelas en albergues, buscó casas prestadas y organizó un censo de víctimas. Lanzó cientos de llamadas pidiendo ayuda. Poco a poco, comenzaron a llegar las bolsas de comida, ropa y medicinas donadas por los familiares de los damnificados que viven en Estados Unidos y por parroquias solidarias.

Protesta porque “el gobierno de Honduras no nos dio ni siquiera una tienda”.

En todo caso, iban a necesitar más que tiendas de campaña. Para reconstruir sus casas y recuperar su medio de vida —la agricultura— los habitantes de La Reina necesitaban tierra. Y Serrano sabía que los principales terratenientes de la zona son narcotraficantes.

Entonces, el enviado de Dios llegó a un acuerdo con los agentes del mal, que pelean por el control de la tierra y del lucrativo negocio que circula por ella, las rutas que llevan la droga desde América del Sur en dirección a México y Estados Unidos. El pastor de almas terminó convertido en constructor, en responsable de levantar una comunidad para reubicar a los habitantes de La Reina: la Misión San Francisco de Asís.

“Si tuviéramos que esperar a que el gobierno hiciera algo, llevaría una eternidad, podría no suceder nunca y esta gente se vería obligada a irse de aquí”, afirma Serrano. “Ocho meses después no han construido una sola casa”.

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Con Eta e Iota, fue la primera vez de la que se tiene registro de que dos huracanes de categoría 4 y 5 hayan golpeado el mismo lugar en menos de un mes. Sin embargo, la zona ya estaba devastada desde mucho tiempo atrás.

Iván Ríos, de 70 años, recuerda que cuando era joven, los venados comían en la puerta de su casa. Que por aquel entonces plantaban café sin deforestar, siguiendo enseñanzas ancestrales que se remontan a un lejano pasado maya y han sobrevivido a lo largo de generaciones. Sabían que cortar los árboles pudre las raíces y el suelo pierde su anclaje.

Pero los cedros y canelos que rodeaban la aldea valían tanto como el café y comenzaron a llegar quienes los cortaban. Ríos fue testigo de que aquellos que “se iban de la lengua” morían.

Con el tiempo, ellos mismos se sumaron a la tala de árboles para abrir más tierra en la que plantar café. Con ellos, además, construían y calentaban sus viviendas. La población creció y los precios también. A partir del año 2000, algunos hombres comenzaron a migrar a Estados Unidos. Hoy, el 15% de la población de La Reina vive en Estados Unidos. Casi todos envían dinero y habían comprado tierra y levantado casas.

Ya sin árboles, con cada vez más casas, la lluvia se incrementó debido al cambio climático. Durante los huracanes Eta e Iota, la cantidad de agua caída sobre La Reina multiplicó por seis la media anual.

Los ancianos del lugar cuentan una historia ancestral: en el interior de la montaña hay una cueva en la que vive una serpiente que se alimenta del agua de lluvia. Crece hasta que la cueva se le queda pequeña y abre un agujero por el que escapar liberando toda esa agua, provocando un deslave de tierra.

Pero en La Reina no había ninguna serpiente. La tierra cedió por culpa de los humanos.

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Serrano llegó aquí en 2009, tras destinos en la Mosquitia hondureña y Nueva York. No tardó en descubrir que su parroquia estaba maldita y los narcotraficantes controlaban la zona, el reino de la impunidad. Alrededor de su primera casa aparecían cuerpos colgados de los árboles.

En la frontera entre los departamentos de Copán y Santa Bárbara, la Misión San Francisco de Asís se encuentra en uno de los principales corredores del narcotráfico regional, un frondoso valle en el que se cultivan desde caña de azúcar hasta el mejor café de la región.

La droga sale desde la zona de influencia de San Pedro Sula, en la costa del Caribe, donde los narcotraficantes hondureños recogen los envíos que llegan desde Venezuela y Colombia para seguir hasta la frontera de Guatemala, que se cruza por decenas de puntos ciegos rumbo a México y Estados Unidos.

Por esa carretera han circulado hasta tres grupos de narcotraficantes. Los hermanos Valle, Alexander Ardón y Tony Hernández, el hermano del presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, condenado hace unos meses en una corte estadounidense a cadena perpetua por narcotráfico. Desde que en 2014 comenzaron los arrestos, las extradiciones y las condenas en Estados Unidos, se ha desatado la guerra habitual por la sucesión en el control de la ruta.

El padre Serrano, que lo explica desde lo alto, mirando hacia al valle dice: “La mitad de toda la tierra y empresas que se ve desde aquí pertenece al narcotráfico”.

Y señala un inmenso mausoleo con forma de mezquita en construcción. En él está enterrado un narcotraficante cuya familia obligó al padre a celebrar un funeral falso para poder así cambiar de identidad y acabó muriendo asesinado en prisión.

Desde que llegó a la Misión, Serrano ha predicado la biblia, organizado protestas contra la violencia, negociado eventos deportivos libres de droga y centrado gran parte de sus esfuerzos en el trabajo social.

Inauguró el centro de rehabilitación de adictos en 2014 en un pedazo de tierra donado por una persona vinculada con actividades ilegales. “Les pido a los narcotraficantes que se conviertan, que usen el dinero que han ganado destruyendo vidas para reconstruirlas. Convierten los cuerpos de los drogadictos en máquinas de hacer dinero. Que se conviertan, que se arrepientan y pidan perdón”.

Una de las personas que se sumó a su empeño fue Oveniel García, de 21 años. Fue adicto y se rehabilitó. Con el tiempo, su amistad íntima con un narcotraficante sería de gran valor a la hora de conseguir tierra para los habitantes de La Reina.

Pero el mensaje de Serrano no es el más popular. Se ha visto obligado a pedir protección para la Misión, frente a la cual es habitual ver grupos de camionetas con cristales polarizados. La Fiscalía instaló cámaras de seguridad para registrar lo que sucede. El ejército y la policía de Honduras pasan por allí varias veces por semana.

“Me dicen que van a acabar conmigo a pausas, matando a los hermanos franciscanos con los que trabajo”, explica Serrano, de salud delicada tras una cirugía cardiaca. Varios de los hermanos franciscanos que viven en el centro de rehabilitación están visiblemente traumatizados. Hace un año, al hermano Santos, que tenía la costumbre de salir a rezar a la carretera, lo secuestraron, golpearon, rociaron de gasolina y simularon un ahorcamiento. Aún no es capaz de hablar de ello.

Nada detiene a Serrano, que desprecia por igual a los narcos y al gobierno. Los habitantes de La Reina necesitaban ayuda, sabía que el gobierno hondureño no se la ofrecería y cuáles eran los pasos a seguir.

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Hace 25 años, el cártel dirigido por Arnulfo Valle compró las 40 manzanas de tierra (unos 289.000 metros cuadrados) que van desde la carretera hasta la montaña en las que el 28 de mayo comenzó a construirse la Misión San Francisco de Asís.

Cuando un capo es detenido el gobierno confisca sus propiedades, que quedan atrapadas en una burocracia bizantina. Entonces comienza la batalla por el control de los bienes a nombre de testaferros que ni siquiera saben siempre de qué son propietarios. El padre explica que “la tierra en sí no vale tanto, pero el mensaje de quien queda al mando lo es todo”.

Dos semanas después del desastre, Serrano pedía tierra para los damnificados a través de las misas que retransmite por Facebook. En su versión de los hechos, José Valle, el hijo de Arnulfo contactó con él y organizó una donación.

“Mi responsabilidad era legalizar la situación. Contraté a un abogado que identificó a la persona que tenía la tierra a su nombre y logramos que se la donara al Instituto Nacional Agrario que, a su vez, donaría los lotes de viviendas a los damnificados de La Reina y los espacios comunes a la Misión”, detalló el fraile.

Pero la historia tiene más capas. Resulta que el intermediario que negoció con José Valle fue el hermano Oveniel García.

García huyó de su padres a los 12 años. Acabó convertido en niño de la calle. Pese al alcohol y la droga, nunca perdió el instinto de supervivencia. A los 16 comenzó a trabajar limpiando el suelo de una discoteca. frecuentada por narcotraficantes. Allí conoció a José Valle.

“Guardaespaldas, mujeres, armas, droga”, recuerda, “Ese mismo día ya supe quién era. La conexión fue inmediata y regresó todos los días de esa semana. Le pagaba al dueño del local para que me dedicase sólo a él y amanecíamos hablando”.

Era imposible que al pasar tanto tiempo juntos y compartir una amistad tan intensa, Oveniel no adquiriera información sobre el negocio de los Valle. Pese a que siempre se resistió a trabajar para José Valle, fue cuestión de tiempo que acabara con un arma en la mano. Sabía que casi nadie sale vivo de ese negocio y tuvo miedo.

Había oído hablar del padre Serrano, de sus llamadas a la conversión, de sus invitaciones a dejar el lado oscuro. Decidió contactar con él. “El único modo de conseguir que me creyeran, que supieran que realmente quería separarme y que no iba a traicionarlos, fue a través de mi conversión”, explica. “Si no, me habrían matado”.

García se separó de Valle e ingresó en el centro de rehabilitación. Acabaría convirtiéndose en la mano derecha del padre Serrano en la Misión. Logró mantenerse a distancia de Valle hasta diciembre de 2020.

Fue entonces cuando el Padre Serrano le dijo, “Necesitamos tierra, llama a tu amigo”.

Valle aceptó entregar la tierra, pero no tenía las escrituras. García adopta una postura críptica. “Tuvo que ejercer presión sobre quienes la ocupaban. Eran usurpadores, hubo armas, hubo muertes”.

Las autoridades hondureñas estuvieron al tanto de lo que hizo el padre para obtener las tierras.

“El padre Serrano me contactó y me dijo que el cartel de Valle le había ofrecido donar la tierra y que mi oficina era la mejor manera de resolver el problema”, dijo a la AP Ramón Lara, ministro del Instituto Nacional Agrario de Honduras. Añadió que él estuvo de acuerdo y que nadie en el gobierno le dijo que no, así que aceptó que se procediera así.

El último día del año se realizó la transferencia legal de la propiedad. El 7 de mayo se tomaron las medidas de los lotes en los que se construirían las viviendas. El 28 de mayo, los nuevos habitantes del terreno tomaron posesión de la tierra, ocupada por otro grupo de narcotraficantes.

Para expulsarlos, hizo presencia un grupo de hombres de La Reina armados tan solo de machetes. Iván Varela era uno de ellos. Primero sacaron el ganado de los usurpadores a la carretera principal, después fueron haciéndose poco a poco con el espacio en el que levantarán sus casas.

Nadie sabe quiénes eran los llamados “usurpadores”, o al menos nadie lo dice.

“Sabemos que el padre Serrano ha arriesgado la vida por nosotros”, dijo Varela: “Llega un momento en que se rebasan los límites y ya no hay nada más que perder. Hemos perdido todo. Hasta el miedo”.

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Entonces apareció el gobierno. O al menos eso dijo.

El Presidente Juan Orlando Hernández visitó la zona en febrero y prometió que su administración levantaría “2.500 viviendas, prácticamente una nueva ciudad en un predio confiscado a narcotraficantes”. También que las empresas constructoras estaban contratadas y comenzarían a trabajar en mayo.

No era cierto. “El Presidente habla tres o cuatro veces al día en diferentes lugares sobre temas distintos” aclaró Ramón Lara, ministro del Instituto Nacional Agrario. “Sus asesores no siempre le transmiten la información correcta”.

Nunca fueron necesarias tantas viviendas y, según el ministro, si hay retrasos fue debido a la violencia registrada alrededor de la finca.

Mayo terminó. Al acabar junio, siete meses después de los huracanes, cientos de los habitantes de La Reina se vistieron con sus mejores galas donadas para acudir a un acto simbólico organizado por los responsables de la Unidad de Coordinación de Proyectos del Gobierno de Honduras. Decidieron abrir ante ellos los sobres con las ofertas de las empresas que aspiran a construir las viviendas de la Misión San Francisco de Asís.

Y prometieron que estarían entregadas en 100 días, a mediados de octubre, en plena temporada de huracanes.

Serrano se mostró escéptico y no abandona esa actitud. Durante la misa del día anterior recomendó a los damnificados de La Reina que se mantuvieran cautelosos. “En Honduras vivimos una tormenta diaria mucho más dañina que los huracanes: la tormenta de la corrupción. Las autoridades nos defraudan con sus promesas falsas. Por eso os digo que aun tengo dudas sobre la construcción de estas casas”

El padre Serrano abrió la silla plegable azul que lleva consigo a todas partes y decidió sentarse a distancia, sin participar del protocolo del acto, pero vigilando la escena.

Mientras los funcionarios organizaban filas de niños para entregarles juguetes donados, Raúl Raudales, director del proyecto del gobierno, agradeció a Serrano por su liderazgo. “Él logró los terrenos y ha garantizado el orden del proceso. Sin él, sin su presión, sin sus llamadas telefónicas diarias, sin su presencia, esto tardaría el doble de tiempo en suceder, como mínimo ”, dijo Raudales.

Raudales se acercó en tres ocasiones y le pidió al padre Serrano que dijera unas palabras o bendijera el acto. El padre se negó.

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El padre Serrano visita las obras de construcción de la misión todos los días. Un grupo de hombres y mujeres de La Reina ha comenzado a levantar las primeras tres casas y un conjunto de apartamentos para las personas viudas; todo gracias al dinero que donan otras parroquias. Revisa materiales, mide, coordina equipos.

Se colocan ventanas y ladrillos, se mezcla cemento. Cada familia envía una persona a trabajar. No cobran por ello. Si no cumplen con su turno, deben pagar a la comunidad el precio de una jornada, 150 lempiras (unos 6 dólares).

Desde la Misión sale una ruta que asciende directamente hasta la tierra cultivable en la montaña. “Ni quieren ni deben abandonar la agricultura”, dice el Padre Serrano.

Pese a sus esfuerzos, 24 habitantes de La Reina han emigrado a Estados Unidos desde la tragedia. La cantidad de hondureños detenidos en la frontera sur de Estados Unidos durante los primeros seis meses de este año ha aumentado más de un 600% en relación con 2020.

Muchos más lo intentarían si pudieran. No lo hacen porque no pueden pagar los 12.000 dólares que cobran los coyotes. Ya no tienen tierra ni casas que poner como aval para pedir dinero prestado.

Iván Varela, que vive junto a sus padres en una casa de alquiler, duda. Ya pasó cuatro años compatibilizando dos y hasta tres trabajos al día en West Palm Beach, Florida, para ahorrar los 16.000 dólares que necesitaba para construir una casa en La Reina y comprar un terreno en el que levantó un pequeño lavadero de café.

“En una noche perdí lo que había tardado ocho años en ganar”, dijo.

Lo que sí tiene claro es que si se va de nuevo, llevará con él a su hijo de dos años y se quedará más tiempo.

Otro desplazado de La Reina, Obdulio Girón, dijo durante el acto con el gobierno que el único motivo por el que no se ha ido a Estados Unidos con su hijo de cinco años es porque confía en que finalmente el padre Serrano consiga el dinero para construir las casas.

Pero si el proyecto no llega a su fin sabe que no tendrá opción.

Mientras, el padre Serrano y el hermano García están convencidos de que van a lograrlo.

La persona que les dio la tierra, José Valle, murió en un hecho violento que, según Serrano y García sugieren, equivale a un suicidio. “Hizo cosas que lo matarían por eso”, dijo Serrano. “En la historia de la tierra prometida siempre se han peleado guerras”.

García afirma estar listo para entregar su vida al servicio a los demás, comenzando por la ayuda a los damnificados de La Reina. Espera tomar los votos finales lo antes posible.

“El padre me ha convertido en un siervo de Dios”, dijo García. “He conocido todos los sufrimientos posibles y ahora he descubierto que existe el bien, que puedo ayudar a otros a vivir en la justicia”.

Serrano sigue adelante. Recauda fondos, defiende un modelo basado en construir y no en migrar, en la bondad del trabajo agrícola frente al mal del narcotráfico y forma a una nueva generación de religiosos.

Muestra un mensaje de WhatsApp que le ha enviado un oficial del ejército pidiéndole cautela: “No siga hablando de esa gente, padre, van a hacerle daño”.

El padre Serrano no se inmuta y responde: “Ellos tienen las armas, si hubieran querido matarme ya lo habrían hecho”.

Ni siquiera su muerte podrá detener la construcción de la Misión San Francisco de Asís.

Los frailes a los que forma “podrán continuar mi obra cuando muera”.

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