El escrito en la enorme piedra

No sé cómo llegué hasta aquí, pero había escalado casi hasta la cima. El viento cantaba melodías sacras y el frío me obligaba a seguir adelante. De pronto ante mis ojos apareció Moisés, el héroe de todos los tiempos, el que salvó a los israelitas de la esclavitud.  Estaba en lo más alto del Monte Horeb, con su túnica café y estola roja, sosteniendo las tablas de la Ley.

Miré hacia abajo, creyendo encontrar los paisajes desérticos y pueblos antiguos de la Biblia, pero al contrario, en una interminable llanura abundaba la selva, cascadas, y ríos, envueltos en neblina, y en otro extremo un sol triunfante, como los escenarios maravillosos de Pandora. Un río de aguas cristalinas y enormes piedras atrajo mi atención, como si estuviera provisto de un sistema de larga vista, acerqué la imagen hasta distinguir un grupo de guerreros primitivos esculpiendo una de las piedras gigantescas.

Como vi que venía una tremenda tempestad, corrí por el escarpado y una cueva a la orilla me ofreció descanso y protección. No supe cuánto había demorado la lluvia porque cuando desperté era ya de noche. Salí a mirar y el cielo estaba lleno de estrellas, en el lugar que estaba Moisés, no había ni huellas de sus sandalias, ni la zarza que quemaba, ni las piedras con los mandamientos.

Volvía a la cueva y, viendo que las luciérnagas rompían la oscuridad en lo profundo, me interné siguiendo una creciente mancha de insectos luminosos. En las paredes de roca había inscripciones antiguas, que iban cambiando como una cartelera digital. Me quedé pasmado viendo escenas de obras en construcción, sobre todo asfaltos de vías y tanques de agua agrietados, puentes que se caen y el pueblo decepcionado. En otro cuadro, unos cuantos, bien vestidos y con gafas oscuras, discutían, tratando de ponerse de acuerdo en  el porcentaje que les corresponde a cada uno.

Seguí adelante, pero la cueva parecía no tener fin. Había caminado hasta el cansancio, no sabía que hora de la noche o madrugada era, porque  había avanzado más de dos kilómetros al interior de la  caverna. En una parte, donde se hacía más amplia, encontré una piedra grande blanca, lisa, donde me deje caer, dominado por el sueño.

Creí que estaba soñando, porque la piedra comenzó a moverse, para luego desmoronarse todo, sentí que me tragaba un torbellino con todo lo que rodeaba y el vértigo debió hacerme perder el sentido.

Cuando desperté, todo estaba en calma, yacía tendido sobre la arena blanquizca de la playa. Al frente estaba el río cristalino que vi desde la cima. Al otro lado, los aborígenes, trepados en andamios de guadua de más de 10 metros de altura daban los últimos toques al petroglifo de dimensiones descomunales.

Una hermosa nativa llegó en una pequeña canoa y me ofreció un paquete envuelto en hojas, no entendí su lengua, pero sí la seña con sus dedos apuntando la boca, que me decía que comiera. Era un maito de carachama, el pez arcaico de este río, con yuca, tan delicioso que improvisé un agradecimiento también en señas, con el rostro de satisfacción y el pulgar derecho arriba. Ella me respondió con una sonrisa de labios rojos y perfectos dientes. Como me vio interrogante, mirando los signos esculpidos sin poder decodificar, sacó una pequeña Tablet, y escribió en la pantalla: No queremos autoridades que se vendan y traicionen el voto de mi pueblo.