Hambre en Puebla

Voy por la calle escuchando el ruido de los carros y mi estómago. Tengo hambre. Hoy siquiera pude comer una manzana, ayer nada. Uno se agota al caminar, no debí salir de la oficina, el sol también hace su parte, calienta todo a mi paso. Trato de distraerme pensando que llegará la quincena y todo volverá a la normalidad. Un perro pasa a mi lado con un hueso en el hocico, hasta él tiene que comer, pienso.

Soy uno de los miles de pobres en el mundo. Mi sueldo me pone por debajo de la clase media baja, o sea, me convierte automáticamente en pobre. Y no es porque no tenga trabajo, sino por el sueldo miserable al que nos someten estos gobiernos y el sistema capitalista, o mi propia desidia: también es que no sé administrar mi dinero. Pero eso no hace a un lado el tema de los sueldos.

La calle por donde cruzo me lleva a lugares alejados de la urbe, donde la miseria se vive, pero frijoles y masa tienen, yo ni eso. Llego a las afueras de una iglesia y me siento a descansar en una de sus bancas. A mi lado un sujeto está comiendo, es la hora en que todos salimos para alimentarnos y volver al redil. Pero yo no como, sólo el olor se hace presente, del otro lado, una señora vende quesadillas, el olor a longaniza me atrapa. Cierro los ojos, pienso en que pronto comeré.

Voy por la calle escuchando mi estómago, el perro se ha ido con su hueso y yo regreso a la oficina, tratando de aparentar satisfacción. ¿Cómo puedo escribir con hambre? Esa también es una cuestión.

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