¿Cuánto influye el dinero en el fútbol? Probablemente esta pregunta se responda con un "mucho" casi instintivo y sin titubeos, acompañado generalmente por un gesto de desaprobación y decepción por el deporte que quizás tenga más anécdotas que el abuelo Simpson. Pero el fútbol no nace sucio, se tizna en el camino; el futbolista ya no piensa en la gloria del equipo, sino en los millones que recibirá por camisetas vendidas. Es así como el fútbol nos invita a olvidar aquellas tardes donde jugábamos con nuestros amigos de infancia hasta que el dueño de la pelota era llamado por su mamá, para ser reemplazado por niños de cinco o seis años aspirando a ser millonarios prematuros y convertirse en la imagen corporativa de grandes empresas disfrazadas de clubes de fútbol.

Hace algunas décadas nuestros infantes querían ser como Batistuta, Raúl, Ronaldo o Zamorano, pero no por su chequera, sino por su talento y/o espíritu de lucha. El niño actual ya no quiere ser el mejor nueve del barrio, sólo busca ser fichado por algún equipo europeo (ojalá de renombre internacional) para asegurar su futuro económico y el de su familia; pero más importante aún, para sentir el orgullo de su papá que ya no celebra un simple gol que le convirtió a Panchito, su vecino, sino porque firmó un contrato de varios millones y mañana partirá a Europa.

Los jugadores ya no tienen identidad ni apego por sus clubes formativos. En Sudamérica, por ejemplo, con 17 o 18 años juegan bien uno o dos partidos, convierten cinco o seis goles en todo el torneo, anotan en un clásico, y con esto ya quieren emigrar al viejo continente. Ya no buscan subir la escalera, sólo quieren tomar el ascensor de la fama inmediata y ser rostro de alguna marca publicitaria; se olvidaron de ganar una Copa Libertadores o consolidar a su equipo en el campeonato local, ahora quieren a la mejor modelo y tener un buen peinado. En qué momento dejamos de valorar lo simple: dos piedras bastaban para hacer un arco; la pelota la podíamos hacer de papel, calcetines o cualquier otra cosa que sirviera como relleno. Las lesiones no eran una excusa, ni siquiera sabíamos de ellas, era irrisorio que un moretón o una simple raspadura en la rodilla nos impidiera jugar después de recordar a Beckenbauer luchando cada pelota con un brazo entablillado en "el partido del siglo" contra los italianos, o a Terry Butcher jugando 90 minutos empapado de su propia sangre por culpa de una herida en su cabeza en el partido decisivo entre Inglaterra y Suecia para clasificar al Mundial de Italia 90, todo esto sólo por amor a la camiseta y no por los millones que recibirían a fin de mes.

El fútbol ya no gusta, no encanta y mucho menos entretiene, a veces se vislumbran destellos de lo que fue: cuando vemos un Totti jugando su última temporada en el mismo equipo donde debutó; cuando vemos al Athletic de Bilbao no gastar un solo peso en fichajes y con una plantilla compuesta únicamente por jugadores locales; o cuando cruzamos la calle y vemos un grupo de niños pateando una pelota de papel y vitoreando sus goles como si fuera una final del mundo. Estas situaciones son las que el dinero es incapaz de manchar y que aún me hacen creer en mi primer amor: el fútbol.

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