Fuma, que no solo el que fuma muere

Ella expande los cachetes al entrar el humo con la primera calada. Sus ojos voltean la mirada hacia el parque y ella recuerda el humo entrando por el esófago, gateando con la fuerza que emiten los pulmones en el lugar exacto para estar un segundo y, tras el efecto, irse. Un efecto hipnótico se alza sobre ella, como una aureola que no la abandona mientras el tabaco dura encendido.

No es linda, no al estilo de esta época. No es delgada con senos medianos, ni afrodisiaca con grandes pechos. No tiene la cadera ancha con tremendo culo, ni el cabello limpio como los comerciales de Pantene. Ella es sincera, a su manera. No es hippie, no tiene chucha ni es descuidada con su aspecto, lo que sucede es que al verla no se puede encontrar el rostro de una mujer común, hay que incita a no dejar de verla, pero no con morbo o con deseo, sino el peor de los males, con intriga.

Fuma porque está triste, y solo decir que está triste es volver a repetir un cliché absurdo que se repite, se devora, se vomita y se vuelve a ingerir a sí mismo por el tiempo preciso para hacerse el interesante fumando. Está triste, esa es la palabra, es la emoción, no hay más que decir, esto es así, a secas. No está triste por su aspecto, su ropa o la situación del país. Está triste porque sí.

El cigarrillo comienza a ser devorado por la llama y solo viéndolo arder ella siente en la carne que el tiempo es una realidad constante y que está sucediendo aquí, en este momento. Solo la ceniza que desprende el papel negro y el tabaco consumido es la prueba de que existimos en algún otro momento que ya no existe, que se ha ido. Fuma y expande los cachetes, fuma y deja que el tiempo que acaba de irse pase a través de su boca y termine mezclado con el aire en la exhalación de los plones.

Ella firma un pacto imaginario entre su yo presente y su yo futuro al momento en que aspira la primera bocanada. Ella se repite siempre eso cada vez que enciende un cigarrillo, en su interior se le retuerce el estómago por la culpa de negarle a esa otra parte de ella un futuro más agradable. No es por culpa de Hollywood, ni los superhéroes, las caricaturas y la emancipación femenina, no, ella no culpa a nadie de su adicción, a nadie más que a su propia tristeza.

Sí, la única que encuentra compañía en los Mustang, o las únicas, porque dentro de ella se atrincheran y combaten varias tristezas, retazos de telares antiguos que se quemaron con un fuego intimo que solo surge de aquella duda que revolotea por dentro, la de saber si al momento del nacimiento también nos incrustaron un destino, una predestinación inmediata que pudiera develar las cosas por las que vale la pena luchar, en un mundo sumergido en  homínidos egoístas y perversos, una caterva de seres olvidados, sin el cuidado del universo, que buscan llenarse con amor, con familia, con amistades, con vicio.

El dolor en el pecho es suave, un toque en los pulmones de un amante pasado, un hombre que pasó a formar parte del suelo de los sueños, de esa tierra abonada que sostiene los recuerdos. Quizá por eso sigue siendo tan adictiva la inhalación, el sabor de un papel que contiene y que se va sacrificando con el tabaco, en relación amorosa que nace solamente con el fin único de morir.

Ella sonríe, sonríe botando la última dosis de nicotina y manchas de alquitrán le recubren los labios. Se ha hecho así misma la promesa de no volver a fumar más, y de sentirse bien, porque está viva, porque tiene salud, porque tiene familia y porque está mejor que muchos otros. Sonríe porque sabe que como el tabaco, la mentira también es un vicio.