Entre círculos viciosos

Entre círculos viciosos
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La historia debe servirnos para algo. Aunque sea para recordarnos que por nuestra apatía por buscar soluciones de fondo a los problemas que han ido surgiendo, nos hemos condenado a padecer siempre los mismos males y a admirar impávidos cómo se nos escapa, por cometer los mismos errores, la oportunidad de aportar soluciones estructurales y le vamos dejando a la siguiente generación la responsabilidad de tomar el timón y mover esto para algún lado. Llevamos así más de dos siglos.

Lo curioso es que somos absolutamente conscientes de cuáles son (o, mejor, cuáles han sido siempre) nuestras rémoras, o esas cuestiones que no nos han permitido dotar de bienestar y calidad de vida favorable a la mayor parte de la población.

Aquí la violencia siempre ha estado latente. La constante ha sido asesinarnos los unos a los otros. Las oleadas de violencia han sido iniciadas por diferentes sectores y las hemos suscitado y justificado por diversas causas. Casi siempre las razones (o justificaciones) han sido políticas. Pero cuando hemos estado frente a cualquier atisbo (aunque sea mínimo) de disminución de la intensidad de la violencia en general, hacemos algo que impide que direccionemos nuestro rumbo hacia la quimera de dejar de matarnos entre nosotros.

Según datos de la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN), de 2001 a 2018 se han desmovilizado 60.275 personas de grupos al margen de la ley [1]. Es decir, nos ha tomado casi dos décadas desarmar a un poco más sesenta mil personas. En el proceso para avanzar hacia el logro de tal cifra perdieron la vida miles de combatientes, otros miles de civiles no tuvieron ni un día de tranquilidad y perecieron muchos miles sin que hasta sus territorios llegara la presencia del Estado y, de la misma forma, (aunque en muchos territorios sigue latente el conflicto) hasta la firma más reciente de acuerdos de paz, miles de familias no habían vivido una navidad sin la zozobra que el genera el conflicto.

A pesar de lo que ha costado el desarme de este número de personas, hoy, después de estar plenamente conscientes de lo señalado en líneas anteriores, no son pocos los que exigen y exhortan al gobierno a que permita el derecho a la tenencia, porte y uso de armas, bajo el presupuesto de la legitima defensa. Haciendo eco de esta misma lógica, decenas de Representantes miembros de dos partidos afines al gobierno remitieron una carta a este, en la que solicitaban la flexibilización del decreto de porte de armas en el territorio nacional [2]. Como consecuencia de esto, hace un par de días se conoció el decreto con el que el gobierno prorrogó el decreto que suspendió el porte de armas en el 2018, pero se incluyó un parágrafo que faculta al Ministerio de Defensa la expedición de salvoconductos para "casos especiales" [3].

Es decir, explícitamente el Decreto 2362 de 2018, firmado el 24 de diciembre, autoriza explícitamente al Ministerio de Defensa el otorgamiento de permisos (especiales, dicen) para portar y usar armas. En honor a la verdad y haciendo uso de la historia, es menester advertir la similitud del contenido y los alcances de este parágrafo con el Decreto Ley 356 de 1994 en el que se crearon las Convivir (cooperativas de seguridad privada), como apoyo a la Fuerza Pública en su función defensiva, sobre todo en áreas rurales [4].

Motivados también por el precepto de la legítima defensa y la percepción de inseguridad, congresistas y dirigentes de la época (muchos, aún hoy vigentes en la política nacional y con curules en el Congreso), suscitaron la creación de estas cooperativas, igualmente, bajo la vigilancia del Ministerio de Defensa. Posteriormente, justificaron su uso de las armas; y, finalmente, las Convivir terminaron siendo medio para la violación de derechos humanos, la comisión de innumerables masacres; y, como si esto fuera poco, se asociación con grandes carteles de narcotráfico y fungieron como motor de la guerra paramilitar que dejó magnas cifras de víctimas mortales y desplazados.

Quienes hoy defienden la flexibilización del decreto, tienen también argumentos afines con quienes suscitaban la creación de las Convivir y justificaban la necesidad de que estas se armaran. En su momento, al igual que hoy, se señalaba que esta medida era necesaria para preservar la vida y la seguridad de personas honorables, honradas y trabajadoras que veían peligrar su integridad por las altos índices de inseguridad. En aquella época, dichas personas honorables, honradas y trabajadoras terminaron siendo los hermanos Castaño y los Mancuso.

Es inevitable que este retroceso que representa volver al porte y uso de armas con beneplácito oficial, nos remita a la mentalidad de la autodefensa, entre otras tantas razones, porque en toda sociedad que valore la vida, y sobre todo en las que cuentan con elevados niveles de intolerancia, el monopolio de las armas debe estar estrictamente controlado por la Fuerza Pública y el Estado. Pero paradójicamente, el anhelo por el uso sin restricciones de armas proviene del mismo sector que se opone rotundamente a la legalización del aborto y a la reglamentación de la eutanasia por, según ellos, salvaguardar el valor sagrado de la vida.

Para no sólo remitirnos a la historia (ya que muchos terminan por desconocer la sabiduría que nos deberían dejar los hechos acaecidos, porque les incomoda), podemos acudir a la experiencia que en nuestros días viven varias naciones en el mundo. Estados Unidos, el mayor proveedor de armas del planeta y en el que sus civiles poseen casi la mitad de las armas en manos de civiles en todo el mundo (esto, por la facilidad de adquirirlas), cuenta con cifras excepcionales como resultado del manejo que se le da a las armas en dicho país: entre 1966 y 2012 hubo 90 tiroteos masivos (cerca de un tercio de los 292 ataques que se han registrado en el mundo); cuentan con el 5% de la población mundial, pero en su territorio se llevaron a cabo el 31% de los tiroteos masivos [5]. Las anteriores son solamente un par de cifras que permiten vislumbrar la magnitud de las consecuencias de su política de armas, y entender la razón por la que su sociedad civil exige el endurecimiento de la permisividad de la obtención y uso de estas.

En esta discusión que se ha suscitado en los últimas días, quienes traen a colación el ejemplo del país mencionado, obvian detalles para nada mínimos, tal y como las cifras presentadas. De igual forma, acuden a ideas infundadas que giran alrededor de la relación del porte de armas con la disminución de la inseguridad. Al respecto, un estudio de la American Journal of Medicine, publicado en 2013, desmiente la relación que muchos hacen de la libertad en el porte de armas con un país más seguro. Examinaron los datos de 27 países desarrollados, utilizando las cifras de propiedad de armas de la Small Arms Survey y las muertes de la Organización Mundial de la Salud, el Centro Nacional de Estadísticas de Salud y otros; así como las tasas de criminalidad compiladas por las Naciones Unidas para una indicación de la seguridad de cada país [6]. Los resultados son fáciles de digerir: más armas significan más muerte.

(En el siguiente enlace es posible consultar una síntesis del estudio mencionado, realizada por una de las editoras de The Guardian, Sarah Boseley).

El mito aquel sobre el que muchos fundamentan la exigencia de libertad para portar y usar armas, puede que sea útil para alimentar el ego y las ínfulas de superioridad de quienes se regocijan por poseer un objeto que puede ser medio para sesgar vidas, o por lo menos, para intimidar personas; pero cuando se trata del bien general y de la seguridad de todos como conglomerado social, la evidencia fáctica y científica muestra que genera consecuencias contrarias a las que esperan quienes defienden su porte y uso. Lo anterior, muy a pesar del intento desesperado de un sector por buscar justificación y respaldo para avanzar hacia la flexibilización del porte de armas.

Con lo difícil que ha sido desarmar grupos guerrilleros, paramilitares y, en general, asociaciones subversivas, y con la ardua tarea que hemos emprendido como sociedad para abrirnos hacia el dialogo y otras formas concertadas de dirimir nuestras diferencias y convocar a la reinserción a quienes alguna vez tomaron el camino de la insurgencia (sin importar cuál haya sido su motivación), no podemos simplemente tomar decisiones motivadas por miedos infundados.

Los círculos viciosos y oscuros (muy oscuros) en los que hemos estado inmersos siempre, no pueden ser una condena. Matarnos los unos a los otros no puede seguir siendo la opción por la que optamos, en lugar de poner en marcha reformas estructurales que permitan dirimir nuestras diferencias y salirle al paso a nuestra creciente degradación. Eso de emprender acciones violentas sin escrúpulos cuando sentimos amenazada nuestra integridad personal o social, ya nos ha demostrado que es motor para ahondar en la desigualdad. Más sangre, indistintamente de quien la derrame, nunca suma ni llegará a ser progreso. Así que, el desarme debe seguir siendo el norte y el medio para intentar salir de la oscuridad cíclica de siempre.

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