Sollozos nocturnos: La vida en refugio de migrantes mexicano

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Sollozos nocturnos: La vida en refugio de migrantes mexicano
Una niña africana juega con una hondureña en el albergue para migrantes El Buen Pastor en Ciudad Juárez, México, el 26 de julio del 2019. (AP Photo/Gregory Bull)

CIUDAD JUÁREZ, México (AP) — Bien pasada la medianoche, cuando el calor empieza a ceder un poco y el patio amurallado está lleno de hombres que duermen al aire libre, alguien empieza a sollozar.

Es un sollozo contenido. La única luz viene de afuera, de un farol del otro lado del alambre navaja. Es imposible ver quién está llorando.

¿Se trata del fisicoculturista ugandés que le escapa a la violencia política de su país? O del salvadoreño de 27 años que luce a menudo una camiseta de Cookie Monster? Tal vez sea el joven hondureño que nunca se separa de su esposa.

Podría ser cualquiera de ellos.

Todos están en el albergue El Buen Pastor, en la que unos 130 migrantes de distintos rincones del mundo son encerrados diariamente a las cinco y media de la tarde, atrapados en un purgatorio inmigratorio. Se encuentran a escasos 5 kilómetros (tres millas) del puente Paso del Norte y de su objetivo: Estados Unidos.

“Todos lloran aquí”, dice Yanisley Estrada Guerrero, una cubana de 33 años, economista y exgerenta de un banco. Ahora trabaja ilegalmente como empleada de limpieza en un hotel de Ciudad Juárez por el equivalente a 60 dólares al mes, menos de la mitad del sueldo mínimo de México. “Lloro casi todos los días. Pero lo hago en la ducha, porque no quiero que nadie me vea”.

Estos son días agitados para los migrantes de El Buen Pastor. Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Estados Unidos está devolviendo a miles de personas que piden asilo sin importar la gravedad de sus casos.

Una serie de reformas a las leyes inmigratorias dispuestas por el gobierno de Donald Trump han cerrado la frontera a la mayoría de las personas que buscan asilo, dejando a decenas de miles de migrantes en un limbo y transfiriendo la responsabilidad de la política inmigratoria estadounidense al gobierno mexicano y a decenas de albergues mexicanos.

Para los migrantes, El Buen Pastor es un refugio y una prisión a la vez. Es un sitio pequeño, con cuatro habitaciones para dormir, cuatro duchas, cuatro inodoros y una capilla, que ofrece a cada migrante una colchoneta, dos comidas al día, un servicio poco confiable de wi-fi y protección de bandidos que buscan víctimas en los albergues de migrantes de Ciudad Juárez. Pero es también un lugar donde la puerta de entrada es cerrada con llave a las cinco y media de la tarde y donde llegar tarde implica vérselas con Marta, la temible voluntaria que administra el lugar y suelta constantemente frases de la Biblia. Pareciera que nunca se va.

En el albergue abundan los gestos de intolerancia, que marcan diferencias de raza, clase y educación en cada encuentro. La vida diaria se caracteriza por un brutal calor, ocasionales tormentas de polvo, un enorme aburrimiento y la culpa que sienten las madres al no tener dinero para una cena para sus hijos.

Es al mismo tiempo un lugar donde de vez en cuando se sirve muchene enkoko (un arroz con pollo al estilo ugandés) o arroz a la valenciana nicaragüense. Donde juegan los niños, los jóvenes se cortejan y hay partidos de scrabble que no se acaban nunca. Cualquier cosa con tal de pasar el tiempo.

Esta es la casa, al menos por ahora, de esas 130 personas.

Así pasan sus días. No en los países de los que escaparon. No en el país donde quieren estar. En el medio de esos dos mundos.

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El fisicoculturista ugandés se levanta temprano, casi siempre antes que nadie, y sale a correr por las calles de Ciudad Juárez.

No para de correr. La gente lo mira, sorprendida de ver a un negro con bíceps prominentes y hombros enormes corriendo por la ciudad.

Hasta hace poco, la mayoría de los migrantes de Ciudad Juárez provenían de estados mexicanos pobres y eran gente que buscaba trabajo en las fábricas de la ciudad. Hoy hay gente de todo el mundo que desea llegar a Estados Unidos.

El Buen Pastor acoge a migrantes de 11 países, desde Camerún hasta Cuba, Etiopía y Guatemala. Las autoridades mexicanas estiman que hay unos 13.000 migrantes de este tipo en Ciudad de Juárez, una ciudad de 1,3 millones de habitantes. En todo el país habría unos 50.000. Llegaron tras cruzar a pie la selva panameña o volando directamente a la Ciudad de México. Viajaron en autobús desde Guatemala. Caminaron. La mayoría de los migrantes de El Buen Pastor le escapan a la violencia política, a gobiernos autoritarios o a las extorsiones de pandilleros. Algunos tienen títulos universitarios, otros apenas pueden escribir. Muchos sueñan con dejar atrás generaciones de pobreza. La mayoría no tienen idea de cuándo saldrán ni adónde irán.

Alphat corre para escaparle a la sensación de claustrofobia del albergue y para olvidar al menos por unos minutos lo que pasó en su tierra.

Fisicoculturista competitivo de 29 años, Alphat era propietario de un gimnasio y de una firma de seguridad que ofrecía guardaespaldas. Su pesadilla comenzó, según cuenta, cuando aceptó custodiar a un político que había tenido numerosos enfrentamientos con Yoweri Museveni, el caudillo que gobierna Uganda desde hace más de 30 años.

Un día fue arrestado, golpeado y torturado por sus lazos con la oposición. Policías usaron sogas para colgar ladrillos pesados de su pene. Cuando estaba preso, su esposa y dos hijas fueron asesinadas a tiros por policías militares, que le habían advertido que dejase de trabajar para su patrón.

Sufre de depresión, pero no llora cuando habla de las matanzas, ni pide que se apiaden de él.

“Me querían castigar”, explica.

Vendió su gimnasio y su auto y se fue a Kenia. Quiso tomar más distancia y se contactó con un individuo llamado Moses, al que le pagó 7.000 dólares para que arreglase una serie de vuelos: de Kenia a Etiopía, luego a Argentina y a la Ciudad de México.

Al principio pensó que encontraría refugio en México. Pero después de ser detenido, liberado y asaltado, aceptó la recomendación de un mexicano que había conocido y se fue en autobús a Ciudad Juárez. Le habían dicho que allí podía ir caminando a una oficina de inmigración estadounidense y pedir asilo.

El puente que une Ciudad Juárez con El Paso es uno de los más transitados de la frontera entre México y Estados Unidos. Lo cruzan unos 20.000 peatones diariamente, de ida y vuelta.

Un chofer de taxi se apiadó de Alphat y le dio una moneda de cinco pesos, equivalente a 25 centavos de dólar, para que cruzase el puente.

“Lo conseguí”, pensó mientras colocaba la moneda en un molinete y comenzaba a caminar sobre el río Bravo (Grande en Estados Unidos). “Ahora seré libre”.

En la mitad del puente, sin embargo, lo detuvieron agentes aduaneros de Estados Unidos.

No sabía que el gobierno de Trump estaba devolviendo cada vez más personas con solicitudes de asilo, con una vaga promesa de procesar sus casos más adelante. Había tanta gente del lado mexicano de la frontera que las autoridades locales comenzaron a dar números y a actualizar la lista de espera todos los días en Facebook.

El número de Alphat: 12.631.

En febrero la espera era de unos pocos días. Cuando llegó Alphat el 23 de abril, era de dos meses. En julio, prácticamente se había suspendido el procesamiento de solicitudes y él no sabía si algún día lo llamarían para la entrevista que es el primer paso en las solicitudes de asilo.

Alphat no se queja. La mayoría de la gente no lo hace. No se gana nada. Y nadie quiere desgastarse demasiado.

El ugandés se encoge de hombros. “Llevo casi cuatro meses aquí, esperando la llamada”.

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Lo peor son las mañanas. El inicio de otro día inacabable, bajo un sol abrasador, en un patio lleno de gente medio dormida.

Se guardan los colchones, se sacan sillas plegables de metal que son arrastradas produciendo un sonido metálico. Los padres recriminan a sus hijos. Un puñado de migrantes tienen trabajo, casi siempre como empleadas domésticas u obreros de la construcción. Muchos trabajan sin permiso, aunque últimamente el gobierno mexicano se ha mostrado más generoso con la concesión de permisos laborales, en una admisión tácita de que los migrantes van a pasar mucho tiempo en México. Los migrantes se encaminan a las paradas de autobuses en este barrio de colinas rocosas, calles llenas de agujeros y casas de cemento pequeñas, con barras en las ventanas.

En los días malos, Marta llama a las mujeres para apercibirlas.

Marta Esquivel Sánchez es una mujer malhumorada de 59 años que cocina la mayoría de las comidas en el albergue y está a cargo de él durante la noche.

Es querida y temida al mismo tiempo. Cuando reúne a las mujeres las regaña, lanza frases de los Evangelios y las hace sentir culpables.

“Soy humana, me canso también”, les dice a media docena de mujeres sentadas en los bancos del patio en una mañana de julio. “Pero esto lo hago por amor a Dios, estar aquí con ustedes”.

Trata de detectar y resolver problemas. El desorden, los niños ruidosos, la gente que llega después de vencido el plazo de las cinco y media. “¡Pónganse las pilas porque si no verán lo que les pasa!”, advierta a las mujeres.

Las mujeres no dicen nada.

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El individuo que hace que esto funcione es un profesor de matemáticas de escuela secundaria jubilado con cabello negro azabache y un delgado bigote digno de una estrella del cine de antaño. Juan Fierro, de 70 años, es un católico distante y alcohólico en recuperación, que enderezó su vida gracias a la iglesia metodista. Es además un predicador capaz de tocar el hombro de los creyentes y verlos desvanecerse, abrumados por el Espíritu Santo.

En el albergue, Fierro es simplemente “El Pastor”.

“El pastor lo ve todo”, dice Esquivel, señalando hacia las cámaras de seguridad del refugio.

El Pastor es quien fija las normas --no se puede tomar, fumar ni pelear-- y quien se encarga de que haya de todo, desde comidas hasta pasajes de autobús y papel higiénico.

Su escritorio está frente a la entrada del albergue y la mayoría de las mañanas está allí sentado, con sus manos posadas en su generosa barriga, sonriendo levemente y observándolo todo. Las paredes están llenas de escritos de agradecimiento, diplomas conseguidos en talleres y fotografías en las que aparece con visitantes. Un monitor muestra imágenes captadas por más de una docena de cámaras de seguridad.

Es un optimista irredento. El policía bueno en contraste con la policía mala, que es Esquivel. Y se sorprende de que en un sitio dan dispar, con gente tan frustrada, haya tan pocos problemas.

“No entiendo cómo no hay choques entre ellos”, expresó.

Hay prejuicios subyacentes. Los cubanos son mandones, se dicen los migrantes entre ellos. Los africanos huelen mal. Los guatemaltecos son ignorantes.

En la primavera parecía que estaba todo a punto de estallar cuando una organización caritativa mexicana trajo a un grupo de migrantes africanos.

“Cuando llegaron los primeros africanos, todos se quedaron mirando”, cuanta Fierro. “Y no faltó quien me preguntó, ‘¿se van a quedar con nosotros?’”.

Pocas semanas después, un adolescente centroamericano insultó a los africanos con comentarios racistas y Fierro intervino. Llamó a todos los latinoamericanos y les dijo que ese tipo de comentarios debían cesar de inmediato. Después se llevó a los africanos a tomar un helado y los paseó por la ciudad.

A los centroamericanos en particular, muchos de ellos de pueblos remotos y poco roce con el mundo moderno, a menudo les cuesta hacerse a la idea de que están conviviendo con negros.

“Tenemos que demostrarles que somos gente buena”, dice Samrah, una migrante ugandesa. “Pero cuando viene alguien nuevo, tenemos que pasar otra vez por lo mismo”.

En términos generales, los migrantes han aprendido a convivir. ¿Qué sentido tiene pelearse en un lugar donde todos duermen sobre las mismas colchonetas baratas y hacen cola todos los días para comer los mismos copos de maíz baratos?

Los prejuicios desaparecen más rápidamente entre los niños, que juegan juntos en una mezcla de idiomas, etnicidades y razas. Una congolesa de 16 años cuida a un bebé hondureño. A veces los adultos se ríen al tratar de aprender algunas palabras en otro idioma.

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El Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos insiste en que la política de devolver migrantes a México busca poner orden en el proceso de solicitud de asilo y “reducir la cantidad de gente que se aprovecha del sistema inmigratorio”.

En el pasado, todo migrante que demostraba tener “temor creíble” de lo que le pudiese pasar si regresaba a su país podía permanecer en Estados Unidos mientras tribunales de inmigración analizaban los méritos de sus pedidos de asilo. Ahora no está demasiado claro cómo funciona el proceso.

Al principio, solo se envió de vuelta a México a los centroamericanos bajo la nueva política. Pero a partir de junio, también fueron incluidos los cubanos. Las mujeres embarazadas, las personas que no hablan español y otros migrantes vulnerables pueden ser admitidos en Estados Unidos, aunque no siempre.

Un segundo decreto, del 16 de julio, negó en la práctica el asilo a la mayoría de los migrantes que llegasen a la frontera a partir de esa fecha. Se requería que primero pidiesen asilo en otro país por el que pasaron.

El decreto generó ganadores y perdedores, y castigó a quienes esperaban que llamasen sus números del lado mexicano de la frontera.

De repente, las personas que habían pedido asilo antes del 16 de julio, incluso si lo habían hecho tras ingresar a Estados Unidos ilegalmente, podían continuar su trámite mientras esperaban en México. Pero casi todos los que quisiesen solicitar asilo después de esa fecha, debían hacerlo en México u otro país por el que habían transitado.

Una serie de fallos judiciales hicieron que las cosas resultasen más confusas todavía.

La semana pasada, la Corte Suprema dispuso que se mantenga la fecha del 16 de julio mientras analiza el tema. El director interino de los Servicios de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos Ken Cuccinelli dijo en tono triunfal que el organismo haría cumplir esa disposición “lo antes posible”.

“Es algo muy complicado”, dijo otro ugandés, un exvendedor de autos. “Si lo piensas mucho, te vuelves loco”.

En junio, un sindicato que representa a funcionarios encargados de tramitar los pedidos de asilo dijo que la nueva norma “ve en contra de la fábrica moral de nuestra nación”.

Fierro, cuya familia ha vivido a ambos lados de la frontera por generaciones, especula que al hacer esperar a los solicitantes, se trata de disuadirlos de que sigan adelante y convencerlos de que vuelvan a sus países.

“Yo pienso que ha sido algo que desgasta emocionalmente, físicamente”, dice Fierro. “Que a lo mejor llega el momento en que no quieran seguir luchando. Y creo que eso es parte de lo que quieren, que se cansen”.

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Los mellizos tienen hambre.

Los dos muchachos de 11 años se ven delgados, desgarbados, y crecen rápido, pero El Buen Pastor puede suministrar solo dos comidas al día a los migrantes. Después del almuerzo, no se come nada hasta el desayuno del día siguiente. Quienes tienen un poco de dinero, o familiares que pueden enviarles algo de vez en cuando, no tienen problemas. Compran alimentos y los cocinan en la codina de un mercado cercano cuyo propietario --un individuo siempre sonriente con un sombrero de vaquero-- se ha hecho amigo de varios de ellos. O al menos pueden comprar algunas galletas y papas fritas para aguantar hasta el día siguiente.

Pero la madre de los mellizos no puede darse esos lujos. Jennifer Jiménez Sánchez, de 29 años, es una madre soltera de El Salvador, que estudió hasta el octavo grado, que vendía ropa y recibía ayuda de familiares para sobrevivir en su país. Su padre y su hermano fueron asesinados por pandilleros, que ejercen un enorme poder en su nación.

Pero al final de cuentas, un encuentro callejero fue lo que la impulsó a partir.

Dice que un día se le acercó un hombre cuando había ido a buscar a los mellizos a la escuela.

Ella sabía quién era. Todo el mundo lo sabía en su barrio. Era de la MS-13, una de las pandillas más temidas de El Salvador.

“Tienes que entregarnos a tus hijos”, le dijo, según cuenta. “Ya es tiempo de que vengan con nosotros”.

“No te estamos pidiendo permiso. Te estamos informando”, agregó el hombre.

Su esposo se había ido. Acudir a la policía no tiene sentido. Le temen a la MS-13 tanto como ella.

Lo decidió rápido. “Pues se hizo la madrugada, y sin despedirme de nadie, sin decirle nada a nadie, yo me salí de mi casa, y me fui”.

En Estados Unidos, pensó, estarían a salvo.

Se encaminó al norte, a través de Guatemala. Cuando se quedaron sin dinero, durmieron en una gasolinera del sur de México. Un hombre viudo los acogió por una semana. Finalmente su hermana le giró algo de dinero y pudo llegar a Ciudad Juárez.

Durante el verano ingresó ilegalmente a Estados Unidos y presentó una solicitud de asilo. Fue deportada pronto y enviada a México, pero alcanzó a presentar su pedido antes del plazo del 16 de julio, por lo que en algún momento podrá tratar de convencer a las autoridades estadounidenses de que su solicitud tiene mérito.

Espera en El Buen Pastor desde entonces y sufre todas las noches cuando les tiene que decir a sus hijos que no hay nada para comer.

Cuando puede, trata de servirse bastante leche durante el almuerzo y la guarda para la cena. Luego lleva a los niños a un rincón de la capilla y les da lo poco que tiene. “Les digo, ‘vengan acá’, porque todo el mundo está comiendo. Ellos son niños y no entienden de esto”, relató.

“Y ahí es donde mi llanto se desborda”, agregó. “Les digo perdónenme. Perdónenme porque esto no era mi intención, traerlos a sufrir acá”.

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Por las noches, cuando ya no hace tanto calor y nadie tiene que escaparle al sol, el albergue se llena de vida.

La gente que durmió durante el día sale al patio y el sonido de las sandalias que chocan contra el piso retumba en todos lados. Se escuchan risas. Los niños corretean desenfrenadamente, jugando con lo que encuentren: Un pedazo de papel con el que hacen una pelota, una botella de agua aplastada que se pegó a un zapato, un patín roto. Una muchacha nicaragüense de 17 años se sienta en un banco junto a su nuevo novio, un ugandés veinteañero. El joven aprendió suficiente español como para coquetear con ella. A veces se los ve en el banco tomados de la mano.

“Es raro”, dijo ella. “Nunca pensé que tendría un novio aquí”.

La joven pareja hondureña se encuentra cerca de los baños, apoyando sus cabezas en el otro, como de costumbre. Llegaron hace pocas semanas.

Samrah, el jugador de scrabble, los mira con tristeza.

“Cuando llegas, piensas, ‘mañana me voy de aquí’. Ten encierras en ti mismo y no hablas con nadie. Pero luego te das cuenta de que no pasa nada, de que estarás aquí mucho tiempo, y te das cuenta de que tienes que empezar a hablar con la gente”.

Samrah tiene 45 años pero parece diez años más joven. Es una mujer con una personalidad fuerte y el cabello tirado hacia atrás con prolijas trenzas. Alguna vez trabajó en computadoras, hasta que abrió un pequeño negocio de cosméticos y joyas. No habla mucho de su familia ni de las razones por las que se fue. “La política”, es lo único que comentó una noche, como advirtiendo que nadie le haga más preguntas. Nadie las hizo.

Ella lleva cuatro meses en El Buen Pastor. Le da la sensación de que los días no se acaban nunca.

El scrabble fue su salvación. Todas las noches saca el juego y se entretiene por horas. A veces hasta la medianoche. El juego progresa lentamente. Los jugadores a veces se toman 15 minutos para armar una palabra. Nadie tiene apuro alguno.

Los ugandeses son los jugadores más ávidos. Generalmente juegan incluso después de cenar y discuten sobre las reglas del juego y sobre cómo se deletrean las palabras, al tiempo que añoran los guisos de plátano y maní de su patria.

Algunas palabras están llenas de simbolismos. Guerra. Sitio. Abandono.

Samrah tiene una palabra preferida: Squeeze. La valió 50 puntos. El cuaderno de espiral donde lleva la cuenta se llena rápidamente. Las anotaciones se mezclan con otras cosas. Por ahí se lee: “Parámetros legales para el asilo”.

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Una niña congolesa de 8 años juega en el patio cuando súbitamente llama a su madre. Un cubano que salía de la ducha la escucha.

“Tu mami está lejos de aquí”, le dice. Hablan en portugués, ya que él vivió alguna vez en Brasil y ella nació en una aldea del Congo cerca de Angola, donde se habla ese idioma.

“¿Dónde?”, le pregunta ella.

La madre falleció en el 2016, como consecuencia de la violencia política del Congo. La mujer que ella llama mamá es una tía que ayudó a criarla, quien se quedó en el Congo cuando la familia partió en la esperanza de llegar a Estados Unidos.

“Lejos”, le dice el cubano. “En África”.

Bastante después de la caída del sol, el padre de la niña se sienta en un banco junto a unos enchufes y carga su teléfono mientras lee las últimas noticias, mensajes de amigos y ve videos para practicar inglés.

Es un hombre de aspecto distinguido, con cabello corto y una barba que se está poniendo gris. Habla tres idiomas con fluidez y se defiende con otros. Estudió para trabajar en proyectos eléctricos en gran escala, pero en el caos del Congo, donde la economía apenas funciona en muchas regiones, sobrevivía como electricista.

La vida en el albergue lo abruma. Se preocupa pensando en lo que será de sus hijos. Es famoso entre los migrantes por lo mucho que sufre.

En la primavera, él y sus tres hijos volaron de Angola a Colombia, donde se encontraron con unos 200 migrantes congoleses. La caravana pasó 70 días en la selva de Panamá antes de llegar a México. Allí se separaron. Cada uno tomó su propio camino, siguiendo la limitada información con que contaban. Él se fue a Ciudad Juárez, sus amigos a otros sitios. Algunos lograron sortear el sistema inmigratorio de Estados Unidos y viven ahora en Maine.

“Podría llevar una buena vida allí. Esto no es vida”, dice el hombre con amargura. “No estoy bien. El estrés es insoportable”.

Se pasa el día analizando los rumores que se filtran a través de Facebook y WhatsApp: Alguien dice que hay que tratar de cruzar la frontera por Nuevo México. Otro habla de San Antonio. Uno dice que hay que cruzar ilegalmente.

Un día se lleva a sus hijos a un parque de Ciudad Juárez que llega hasta la frontera. El Paso está frente a ellos, a pocos pasos. Los migrantes a veces cruzan a plena luz del día, pero la mayoría son pillados del lado estadounidense.

Asegura que no piensa cruzar ilegalmente.

“Solo iba a la ciudad”, afirmó. “Me gusta sacar de aquí a los chicos”.

“No podemos permanecer aquí todo el tiempo”.

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Pocas semanas después, se había ido.

Antes de desaparecer con su familia, el congolés le dijo a Fierro que se irían. Que cruzarían ilegalmente.

“Pastor, perdí toda esperanza”, le dijo. “No puedo esperar más”.

Fierro no sabe qué pasó con ellos. No está claro si se entregaron a los agentes de la Patrulla de Fronteras o si pudieron llegar a Maine.

Hubo otros cambios en El Buen Pastor.

Alphat pudo llegar a Estados Unidos. Aprovechó una laguna jurídica en uas leyes inmigratorias cada vez más restrictivas. Si bien pidió asilo después del 16 de julio, dijo que fue torturado y eso obliga a Estados Unidos a admitirlo bajo tratados internacionales. Está retenido en un centro de detención mientras se analiza su solicitud de asilo, de acuerdo con abogados que estuvieron en contacto con él.

La adolescente nicaragüense rompió con el novio ugandés. La familia de la muchacha, que sigue esperando que llamen su número para tratar de solicitar asilo legalmente en Estados Unidos, probablemente sea deportada a Nicaragua o enviada a alguno de los países por los que pasaron, sin importar los méritos de su solicitud.

Quienes permanecen en El Buen Pastor siguen sin saber qué será de sus vidas.

A las 11 de la noche el patio está lleno de colchonetas. Casi todos duermen. Está tranquilo, excepto por los ronquidos y el ladrido de algún perro en el barrio.

Media hora después, una niña sale de la capilla donde duermen las familias y donde el reloj está parado a las 10.14. Empieza a bailar en el patio, con la luz de la calle, agitando una manta como si fuese su pollera. Se siente feliz.

Su madre es una de las pocas personas que están despiertas, sentada en un banco de madera, mirando absorta su teléfono.

Cinco minutos después, la niña se recuesta en la falda de su madre y se duerme. La madre, con el rostro iluminado por el teléfono, ni se da cuenta.

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