Etíopes enfrentan un duro camino para llegar a Arabia Saudí

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Etíopes enfrentan un duro camino para llegar a Arabia Saudí
En esta imagen, tomada el 14 de julio de 2019, Mohammed Eissa, un agricultor etíope de 35 años y otros migrantes que conoció durante su viaje, se refugian dentro de un contenedor de mercancías abandonado a un lado de la autopista, cerca de Lac Assal, Yibuti. Según la OIM, en los tres últimos años, 9.000 etíopes fueron deportados cada mes. Muchos migrantes han realizado el viaje en muchas ocasiones en lo que se ha convertido en un círculo vicioso de llegadas y deportaciones. Eissa es uno de ellos. Este es su tercer viaje a Arabia Saudí. (AP Foto/Nariman El-Mofty)

LAGO ASSAL, Yibuti (AP) — “Paciencia”, se dijo a sí mismo Mohammed Eissa.

Lo susurró cada vez que sentía que se rendía. El sol era brutal, reflejándose en la gruesa capa de sal incrustada en la árida tierra alrededor del Lac Assal, un lago 10 veces más salado que el océano.

Nada crece aquí. Se dice que las aves caen muertas del cielo debido al calor abrasador. Sin embargo, el etíope, de 35 años, siguió caminando como lo había hecho durante tres días, desde que dejó su Etiopía natal para llegar a Arabia Saudí.

Cerca hay dos docenas de tumbas formadas por rocas apiladas, sin lápidas. Las gente aquí dice que son de migrantes que, como Eissa, se embarcaron en una travesía épica de cientos de kilómetros, desde poblados y ciudades de Etiopía a través de Yibuti o Somalia, en el Cuerno de África, para después cruzar el mar y Yemen, un país devastado por la guerra.

El flujo de migrantes que toma esta ruta ha aumentado. Según la Organización Mundial para las Migraciones (OIM) de Naciones Unidas, 150.000 llegaron a Yemen desde el Cuerno de África en 2018, un 50% más que en el año anterior. La cifra de 2019 fue similar.

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Este reportaje forma parte de la serie ocasional “Outsourcing Migrants” (“Migrantes Subcontratados”), producida con el apoyo del Centro Pulitzer sobre Reportajes de Crisis.

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Sueñan con llegar a Arabia Saudí y ganar lo suficiente para escapar de la pobreza con trabajos de peones, sirvientes, obreros en construcciones y choferes.

Pero incluso si llegan a su destino, no hay garantía de que puedan quedarse; el reino suele expulsarlos. Durante los últimos tres años, 9.000 etíopes fueron deportados cada mes, reportó la OIM.

Muchos migrantes han realizado el viaje varias veces en lo que se ha convertido en una repetición infinita de llegadas y deportaciones.

Eissa es uno de ellos. Este es su tercer viaje a Arabia Saudí.

En sus bolsillos lleva un texto cuidadosamente escrito a mano en oromo, su lengua materna. Cuenta historias del profeta Mahoma, quien huyó de su hogar en La Meca hacia Medina para refugiarse de sus enemigos.

“Dependo de Dios”, dijo Eissa.

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“TENGO QUE IR A ARABIA SAUDÍ”

Los reporteros de The Associated Press recorrieron parte de la ruta migratoria a través de Yibuti y Yemen en julio y agosto. Eissa fue uno de los viajeros que conocieron; otro fue Mohammad Ibrahim, de Arsi, la misma región que Eissa.

Enclavada en las tierras altas del centro del país, es una zona donde los agricultores subsisten con pequeñas parcelas de tierra en las que cultivan vegetales o granos. Cuando llegan las lluvias, las familias pueden comer. Pero en los meses secos del verano, el alimento escasea y el hambre aumenta.

Ibrahim, de 22 años, nunca ha podido encontrar trabajo. Su padre murió cuando su madre estaba embarazada de él, y ella le contó historias sobre cómo se fue a la guerra y nunca volvió.

Un día, Ibrahim vio a un amigo en su pueblo con una motocicleta nueva. Ganaba algo de dinero transportando pasajeros. Ibrahim le pidió a su madre que le comprara una. Podía usarla, le dijo, para mantenerla a ella y a su hermana. Imposible, le respondió. Tendría que vender la pequeña parcela donde cultivan maíz y cebada.

“Fue cuando pensé: ‘Tengo que ir a Arabia Saudí’”, dijo Ibrahim.

Así que se acercó al “facilitador” local, una persona que lo pondría en contacto con una cadena de traficantes de migrantes a lo largo del camino.

Con frecuencia, les dicen que pueden pagar cuando lleguen a Arabia Saudí. Los que hablaron con la AP señalaron inicialmente les dieron precios que iban de los 300 a los 800 dólares por todo el viaje.

Y cómo vaya el viaje depende del contrabandista.

En el mejor de los casos, el traficante es una especie de organizador de viajes: consigue embarcaciones para cruzar el mar desde Yibuti o Somalia; tiene casas en el camino donde los migrantes pueden quedarse, y proporciona transporte de una ciudad a otra en camionetas. Una vez en Arabia Saudí, los migrantes llaman a sus casas para que le transfieran el dinero.

En el peor de los casos, es un explotador que aprisiona y tortura a los migrantes para obtener más dinero, y los deja solos en la ruta o los vende a granjas casi como esclavos.

El aumento de los controles fronterizos y las medidas enérgicas del gobierno etíope, respaldadas por el financiamiento de la Unión Europea, han eliminado a algunos de los traficantes fiables. Esto obliga a los migrantes a depender de otros que no tienen experiencia, lo que incrementa el peligro.

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EL LARGO CAMINO

Eissa decidió que no recurriría a traficantes de personas en su viaje.

Ya lo había realizado con éxito en dos ocasiones. La primera vez, en 2011, fungió como trabajador siderúrgico en el reino, cobrando 25 dólares diarios que le permitieron comprar una parcela en Asella, el pueblo más importante de la región de Arsi. Hizo el viaje de nuevo dos años después, cuando caminó durante dos meses para llegar a Arabia Saudí, donde ganaría 530 dólares mensuales como conserje. Pero fue arrestado y deportado antes de que pudiera cobrar su sueldo.

Sin un contrabandista, su tercer intento sería más barato. Pero no sería seguro ni fácil.

Eissa consiguió que lo llevaran de su casa a la frontera con Yibuti, y después se puso a caminar. En su segundo día allí, varios hombres lo asaltaron a punta de navaja y le quitaron el dinero. Al día siguiente, caminó seis horas en la dirección equivocada, de regreso hacia Etiopía, antes de encontrar el camino correcto.

Cuando la AP lo conoció en el lago Assal, Eissa dijo que llevaba varios días a pan y agua y que se había refugiado en un contenedor de carga oxidado y abandonado. Tenía una pequeña botella que había llenado con agua de un pozo en la frontera, cubierta con una tela para evitar el polvo.

Atrás dejó a su esposa, nueve hijos y una hija. Su esposa cuida de su padre anciano. Sus hijos trabajan cultivando vegetales en una granja, pero las cosechas son impredecibles. “Si no llueve, no hay nada”.

Con el dinero que esperaba ganar en Arabia Saudí, planeaba mudar a su familia a Asella. “Construiré una casa y llevaré a mis hijos a la ciudad para aprender las ciencias religiosas y mundanas”, dijo.

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EL VIAJE

El viaje de 120 kilómetros (100 millas) a través de Yibuti puede tomar días.

Muchos migrantes terminan en la capital, también llamada Yibuti, donde viven en barrios marginales y realizan cualquier trabajo para ganar dinero con el fin de poder cruzar. Con frecuencia, las mujeres jóvenes quedan atrapadas en la prostitución o son esclavizadas como sirvientas.

La ruta por Yibuti termina en una larga y casi deshabitada costa a las afueras de Obock, el punto más cercano a Yemen.

Allí, la AP vio una larga fila de docenas de migrantes encabezada por guías contrabandistas que descendía desde las montañas hasta la costa rocosa. Allí permanecerían, a veces durante días, a la espera de su turno en alguna de las embarcaciones que cada noche cruzan el estrecho de Bab el-Mandeb hacia Yemen.

Durante la espera, los traficantes llevaron grandes ollas comunitarias de espagueti y barriles de agua para sus clientes. Hombres y mujeres jóvenes se asearon en pozos cercanos. Otros se sentaron a la sombra de las retorcidas y escuálidas acacias. Dos chicas se trenzaron el cabello mutuamente.

Un joven, Korram Gabra, se atrevió a llamar a casa para pedirle a su padre el equivalente a 200 dólares con lo que pagar el cruce y la parte del viaje en Yemen. Sería la primera vez que hablara con él desde que se escabulló de su casa en la noche.

“Mi padre se enojará cuando escuche mi voz, pero se lo guardará en el corazón y no lo mostrará”, dijo. “Si consigo un buen dinero, quiero comenzar un negocio”.

Por la noche, la AP fue testigo de la rutina diaria del tráfico de migrantes: pequeñas luces que parpadeaban en la oscuridad señalaban que la embarcación estaba lista. Más de 100 hombres, mujeres y jóvenes recibieron la orden de sentarse en silencio en la playa. Los contrabandistas mantuvieron conversaciones silenciosas por teléfonos satelitales con sus colaboradores en Yemen, del otro lado del mar. Hubo un momento de preocupación cuando apareció un bote de goma negro en el agua, una patrulla de los marines de Yibuti, que se alejó después de media hora. Habían recibido su soborno diario de alrededor de 100 dólares, explicaron.

Subidos en botes abiertos de 50 pies de eslora, se advirtió a los migrantes que no se movieran ni hablaran durante la travesía. La mayoría nunca había visto el mar porque venían de un país sin costa. Ahora estarían en él durante ocho horas, en la oscuridad.

Eissa cruzó otro día, pagando unos 65 dólares al capitán de un barco, el único pago que haría a un traficante.

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“FUE ALGO TERRIBLE”

Ibrahim tomó una ruta alternativa, a través de Somalia. Recorrió casi 900 kilómetros (500 millas) a pie y en transportes para cruzar la frontera y llegar a la ciudad de Las Anoud.

Aislada en los desiertos de Somalia, la ciudad es el centro de los traficantes que llevan etíopes a Yemen. También es un centro de tortura brutal, según múltiples migrantes. Los contrabandistas se llevaron a Ibrahim y a otros migrantes a un complejo, lo desnudaron y lo colgaron atado de una viga de madera. Le arrojaron agua fría y lo azotaron.

Estuvo retenido durante 12 días en los que pasó hambre y sufrió torturas. Vio como otros seis migrantes morían de deshidratación y hambre, como sus cuerpos eran enterrados en tumbas cercanas y poco profundas. “Está en medio del vasto desierto”, dijo. “Si piensas en huir, ni siquiera sabes a dónde ir”.

En un momento dado, los contrabandistas le pusieron un teléfono en la oreja y lo hicieron suplicarle a su madre para que pagara su rescate.

“Nada es más importante que tú”, le dijo ella. Vendió la única parcela de tierra de la familia y transfirió a los traficantes poco más de 1.000 dólares.

Los contrabandistas lo llevaron al puerto de Bosaso, en la costa del Golfo de Adén, en Somalia. Lo metieron en un barco de madera con otros 300 hombres y mujeres “como sardinas enlatadas”, contó.

Durante las 30 horas que duró el viaje, el capitán y su tripulación golpearon a cualquiera que se moviera. Apiñados en su lugar, los migrantes tuvieron que orinar y vomitar donde estaban sentados.

“Me sentí atrapado, no pude respirar ni moverme durante horas hasta que mi cuerpo se entumeció”, dijo. “Dios no lo quiera, fue algo terrible”.

Con la costa de Yemen a la vista, los contrabandistas empujaron a los migrantes fuera del bote en una zona demasiado profunda para tocar el fondo.

Ya el agua, se movieron para mantenerse a flote y formaron cadenas humanas para ayudar a las mujeres y los niños a llegar a la orilla.

Ibrahim se desplomó en la playa y se desmayó. Cuando abrió los ojos, sintió que el hambre lo apuñalaba.

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“LEJOS DE MIS SUEÑOS”

Los migrantes con traficantes fiables y organizados suelen recorrer Yemen por etapas entre las ciudades que son centros de migrantes a lo largo de la ruta _ Ataq, Marib, Jawf y Saada. La mitad del trayecto está bajo control del gobierno reconocido internacionalmente y la otra bajo el de los rebeldes hutíes, quienes luchan contra la coalición respaldada por Estados Unidos desde 2015.

Pero para otros miles, es una marcha confusa y peligrosa por caminos y carreteras desconocidos.

Un funcionario de seguridad en la provincia de Lahj, a las afueras de Adén, la principal ciudad del sur, contó que de vez en cuando aparecen cuerpos de migrantes fallecidos. Apenas unos días antes, un agricultor llamó a su oficina para reportar un olor procedente de uno de sus campos, según explicó a la AP. Una patrulla encontró a un joven migrante que llevaba varios días muerto.

Otra patrulla encontró a 100 migrantes, entre los que había mujeres, escondidos en una granja, agregó el funcionario. Les llevaron comida, apuntó, pero después tuvieron que dejarlos.

“¿A dónde podríamos llevarlos y qué haríamos con ellos?”, preguntó bajo condición de anonimato porque no estaba autorizado a hablar con reporteros.

Muchos migrantes languidecen durante meses en los barrios marginales de Basateen, un distrito de Adén que en su día fue una zona con verdes jardines pero que ahora está cubierta de chozas decrépitas de bloques de hormigón, aluminio y lonas, con el alcantarillado abierto.

Durante el verano, un estadio de fútbol de Adén se convirtió en refugio temporal para miles de migrantes. Al principio, las fuerzas de seguridad lo usaron para alojar a los detenidos en redadas. Otros se presentaron voluntariamente a la espera de que les dieran refugio. La OIM distribuyó alimentos y organizó la repatriación voluntaria para algunos. El pasto y las gradas, ya destruidos por la guerra, se convirtieron en un campo de carpas, con cuerdas de ropa colgada a su alrededor.

Entre los migrantes estaba Nogos, un joven de 15 años que era uno de los al menos 7.000 menores que realizaron el viaje sin un adulto en 2019, un importante aumento desde los 2.000 menores no acompañados el año anterior, según cifras de la OIM.

Al llegar a Yemen, Nogos había sido aprisionado por traficantes ilegales. Durante más de tres semanas, lo golpearon y le exigieron que su familia enviara 500 dólares. Cuando llamó a su casa, su padre se negó bruscamente: “Yo no soy quien te tortura”.

Nogos no puede culpar a su padre. “Si tuviera dinero y no me ayudara, estaría molesto”, dijo. “Pero sé que no lo tiene”.

Finalmente, los traficantes renunciaron a conseguir dinero por él y lo dejaron ir. Solo y temeroso en el estadio, no tenía idea de qué haría después. Tenía la esperanza de llegar hasta una tía que vive en Arabia Saudí, pero perdió el contacto con ella. Le gustaría volver a la escuela algún día.

“Está lejos de mis sueños”, agregó con una voz muerta.

Después de algunas semanas, las fuerzas de seguridad de Yemen desalojaron el estadio y miles de personas regresaron a las calles. La OIM había dejado de repartir comida por temor a atraer a más migrantes. Los autoridades locales no querían hacerse cargo de su cuidado.

Eissa, por su parte, cruzó el país solo. A veces algún yemení lo llevaba durante un tramo, pero la mayor parte del tiempo caminó por kilómetros de carreteras interminables.

“No cuento los días. No distingo si es sábado, domingo o lunes”, dijo en un mensaje de audio a la AP vía WhatsApp.

Un día, llegó a la ciudad de Bayhan, en el sur de Yemen, y fue a la mezquita local para usar el baño. Cuando vio que el imán daba su sermón, se dio cuenta de que era viernes.

Era la primera vez en mucho tiempo que sabía qué día de la semana era.

Había recorrido más de 420 kilómetros desde que entró a Yemen, y le faltaban otros 400 hasta la frontera saudí.

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“REZA POR MÍ”

Por las noches, miles de migrantes recorren las calles de la ciudad de Marib, una de las principales escalas en la ruta yemení. En las mañanas, buscan trabajo como jornaleros. Pueden ganar alrededor de un dólar diario en granjas cercanas. Una labor más cotizada es la de recolector de basura en la ciudad, por la que se pagan cuatro dólares diarios.

Ibrahim había llegado apenas unos días antes cuando la AP lo conoció, con su cabello negro aún cubierto del polvo del camino.

Durante días, Ibrahim vagó hambriento por el país hasta que unos aldeanos le dieron comida.

Se dirigía directamente hacia el norte. Sin conocer el idioma ni la geografía, ni siquiera supo dónde estaba cuando un grupo de combatientes armados lo atrapó en el camino.

Lo mantuvieron encerrado varios días con otros migrantes en una celda. Una noche, los llevaron en camioneta a través del desierto. Ibrahim estaba confundido y atemorizado: ¿A dónde se iba? ¿Quién lo había secuestrado? ¿Por qué?

Se lanzó desde la parte trasera del vehículo y cayó en la arena. Con golpes y rasguños, corrió hacia la oscuridad.

En Marib estaba varado, sin saber cómo continuar. Tenía el brazo dolorosamente inflamado debido a la picadura de un insecto. No podría trabajar hasta que mejorara. La única comida que pudo encontrar fue arroz y restos de carne fétida que los restaurantes desechaban.

Con el teléfono de la AP, contactó con su madre por primera vez desde las terribles llamadas cuando lo torturaron en Las Anoud.

“Reza por mí, mamá”, le dijo mientras contenía las lágrimas.

“Sé que estás cansado y dolorido. Cuídate”, le respondió.

Preguntado por si todo eso valía la pena para llegar a Arabia Saudí, Ibrahim rompió en llanto.

“¿Qué pasaría si regreso con las manos vacías después de que mi madre vendió la única parcela de tierra que teníamos?”, dijo. “No puedo regresar a la aldea o mostrarle la cara a mi madre sin dinero”.

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EL REINO

Al norte de Marib, los migrantes cruzan a territorio hutí en Hazm, una ciudad en decadencia dividida a la mitad entre rebeldes y combatientes antihutí. Es una tierra de nadie de cinco kilómetros (tres millas) donde los disparos de los francotiradores y los bombardeos son habituales.

Una vez se cruza, quedan otros 200 kilómetros (120 millas) hacia el norte para llegar a la frontera con Arabia Saudí.

Eissa recorrió a pie ese último tramo, un riesgo porque los milicianos tienen un acuerdo con los traficantes de migrantes: los que van en auto pueden pasar, los que van a pie son arrestados.

“Caminando por las montañas y los valles y escondiéndome de la policía”, dijo Eissa a la AP en un mensaje de audio.

Atravesó pequeños valles que serpenteaban entre las montañas a lo largo de la frontera hasta los puntos de cruce de Al Thabit o Souq al-Raqo.

Souq al-Raqo es un lugar sin ley, un centro de tráfico de drogas y armas dirigido por contrabandistas etíopes. Hasta las fuerzas de seguridad locales temen ir allí. Los bombardeos transfronterizos cruzados y los ataques aéreos han matado a docenas de personas, incluyendo a migrantes. A veces, los guardias fronterizos saudíes disparan a otros.

Eissa cruzó la frontera de Arabia Saudí el 10 de agosto. Habían transcurrido 39 días desde que dejó su hogar en Etiopía.

Después de caminar otros 160 kilómetros (100 millas), llegó a la ciudad de Khamis Mushayit. Lo primero que hizo fue rezar en una mezquita. Allí, algunos saudíes le preguntaron si quería trabajar. Le consiguieron un empleo regando árboles en una granja.

“Paz, misericordia y bendiciones de Dios”, dijo en uno de sus últimos mensajes de audio a la AP. “Estoy bien, gracias a Dios. Estoy en Arabia Saudí”.

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