Cuarentena agrava miseria de migrantes africanos en Italia

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Cuarentena agrava miseria de migrantes africanos en Italia
En esta foto del 27 de abril de 2020, un hombre está sentado fuera de una casa donde viven 46 inmigrantes de Nigeria y Ghana en Castel Volturno, cerca de Nápoles, Italia. Los llaman "los invisibles", son inmigrantes africanos indocumentados cuya situación precaria se ha visto agravada aún más por la pandemia de COVID-19. (AP Foto/Alessandra Tarantino)

CASTEL VOLTURNO, Italia (AP) — Los llaman “los invisibles”. Son migrantes africanos indocumentados que desde antes de que el brote de coronavirus sumiera a Italia en una crisis, ganaban apenas lo suficiente para subsistir como jornaleros, prostitutas, empleados de peluquería o braceros estacionales en los campos.

Encerrados desde hace dos meses en apartamentos desvencijados en un pueblo infiltrado por la mafia al norte de Nápoles, su existencia precaria se ha agravado a tal punto que no tienen trabajo, alimentos ni esperanzas.

Italia se apresta a reabrir algunos negocios y plantas industriales el lunes, en una mitigación preliminar de la cuarentena, pero no hay indicios de que “los invisibles” de Castel Volturno puedan regresar al trabajo en un futuro previsible o que las redes de seguridad estatales alivien su miseria.

“Necesito ayuda. Ayúdenme. Para mis hijos, para mi esposo, necesito ayuda”, dijo entre lágrimas Mary Sado Ofori, una peluquera nigeriana y madre de tres niños que está encerrada en el edificio atestado. Se le agotó la leche para su hijo de seis meses y sobrevive con las donaciones de una amiga.

Un equipo improvisado de voluntarios, enfermeros, un cura, un mediador cultural y funcionarios municipales tratan de asegurar que no sean completamente olvidados. Les llevan alimentos y brindan atención médica, pero la necesidad supera los recursos.

“Hay una emergencia dentro de la emergencia del COVID que es una emergencia social”, dijo Sergio Serrano, que regenta una clínica en el pueblo. “Sabíamos que esto iba a suceder y lo esperábamos desde el comienzo”.

El ataque más fuerte del brote fue en el norte industrial italiano, donde se registró el primer caso nacional el 21 de febrero y se produjeron la mayoría de las 27.000 muertes. El gobierno concentró la mayor parte de su atención en reforzar el sistema de salud para resistir el pico de decenas de miles de enfermos.

Castel Volturno es otro mundo: una franja de tierra de 27 kilómetros a lo largo del mar al norte de Nápoles controlada por la Camorra. Aquí se han registrado una decena de casos de COVID, ninguno entre los inmigrantes.

Pero Castel Volturno tiene otros problemas que la crisis del COVID ha exacerbado. Conocidas como “Terra dei Fuochi”, o tierra de los fuegos, Castel Volturno y sus alrededores tienen tasas desusadamente altas de cáncer, atribuidas a la acumulación ilegal y quema de desechos tóxicos que han contaminado el aire, el mar y los acuíferos.

La Camorra controla las drogas y los desechos tóxicos y funcionarios locales han advertido que los clanes se disponen a explotar la miseria provocada por la cuarentena.

Aquí se han asentado “los invisibles” desde hace años, después de cruzar el Mediterráneo desde Libia en embarcaciones precarias en busca de una vida mejor. Nadie sabe con certeza cuántos son, pero se dice que suman 600.000 en todo el país. En Castel Volturno, con una población oficial de 26.000, se calcula que son entre 10.000 y 20.000.

Los hombres trabajan en la cosecha del tomate, el limón o la naranja, o bien en la construcción, donde les pagan 25 euros (28 dólares) diarios. Las mujeres venden sus cuerpos o, si tienen suerte, consiguen trabajo como peluqueras o venden baratijas y encendedores en las calles.

En épocas normales, los hombres se congregan a las 4 de la mañana en las glorietas de la Via Domiziana, la avenida principal, a la espera de los camiones que los llevan a los campos o a las obras en construcción, pero desde la cuarentena, ese sistema informal conocido como “caporalato” se ha detenido totalmente.

Los migrantes, que vivían sin permiso de residencia o de trabajo, no tienen con qué comprar alimentos o pagar la renta.

“No tenemos electricidad. No tenemos agua. No tenemos documentos”, dijo Jimmy Donko, un ghanés de 43 años que vive con 46 hombres nigerianos y ghaneses en una casa oscura donde los platos sucios desbordan el fregadero y viejas frazadas cubren las ventanas de vidrios rotos.

Para bañarse y descargar el inodoro, tienen que ir con baldes a una fuente a 300 metros.

El padre Daniele Moschetti, antes misionero en Nairobi, Kenia, ahora entrega alimentos a los pobres en su país.

“En Nairobi era distinto”, dijo durante un descanso. “Allá había pobreza, pero era más humana. Aquí hay algo diabólico en todo esto, algo maligno en la forma como tratan a esta gente”.

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