Corrupción, tragedia y resistencia: Serbia en la encrucijada entre el autoritarismo y la protesta ciudadana
A seis meses del desastre ferroviario en Novi Sad, las calles de Serbia siguen siendo escenario de una lucha entre un pueblo que exige transparencia y un gobierno que responde con represión.
El 1 de noviembre de 2024, Serbia vivió una de las tragedias más oscuras de su historia reciente. En la estación central de Novi Sad, una estructura de concreto colapsó repentinamente, aplastando a 16 personas que se encontraban en el lugar. Desde entonces, el país se ha sumido en un ciclo continuo de protestas ciudadanas, denuncias de corrupción y una creciente polarización política. El presidente populista Aleksandar Vučić enfrenta una presión social sin precedentes mientras la ciudadanía exige justicia, transparencia y un cambio estructural.
Una tragedia anunciada
El colapso de la estación de trenes en Novi Sad no fue un accidente fortuito. La estructura había sido renovada dos veces antes del desastre, en el marco de un acuerdo de infraestructura con empresas estatales chinas. La versión oficial sostiene que fue un fallo estructural, pero las investigaciones ciudadanas y medios independientes apuntan a una mezcla de negligencia, contratos amañados y corrupción institucional.
"La corrupción mata", fue el lema que desde el primer día resonó frente a la estación caída. Y no era un grito vacío: según investigaciones de ONG locales como Transparency Serbia, el país ocupa el puesto 101 de 180 en el índice de percepción de la corrupción (2023), uno de los peores de Europa.
Del duelo al despertar social
Lo que comenzó como una vigilia silenciosa se transformó en una ola de protestas masivas. Universitarios, sindicatos obreros, jubilados y ciudadanos comunes comenzaron a ocupar las plazas principales en Belgrado, Novi Sad y Niš. La estación se convirtió en un símbolo de memoria y resistencia. Un grupo de estudiantes colocó un monumento de piedra con la inscripción: “Novi Sad recuerda”.
Las manifestaciones se extendieron día tras día, mezclando demandas de justicia por las víctimas con críticas a la represión, la precariedad laboral, los abusos policiales y sobre todo, la corrupción estructural del gobierno de Vučić.
El poder responde con fuerza
La reacción del gobierno no fue dialogar, sino endurecer su postura. Vučić ha acusado a los manifestantes de llevar a cabo una “revolución de colores” orquestada por Occidente para derrocarlo. No es la primera vez que recurre a esta narrativa: desde 2012, cuando comenzó su ascenso al poder, ha utilizado un tono beligerante contra la disidencia interna y las presiones diplomáticas externas.
Los últimos meses han visto un preocupante aumento del autoritarismo: agredieron a manifestantes con gases lacrimógenos, golpearon a estudiantes y utilizaron a exparamilitares encapuchados como “seguridad” en campamentos pro-gubernamentales. Entre tanto, el ejecutivo se ha blindado con leyes restrictivas para controlar medios de comunicación y redes sociales.
La juventud, protagonista de la disidencia
El papel de los estudiantes ha sido clave. Desde las universidades de Belgrado y Novi Sad, los jóvenes han liderado bloqueos, caminatas simbólicas y rutas de protesta creativas. En un hecho que captó la atención internacional, un grupo de estudiantes viajó en bicicleta hasta París y luego corrió hasta Bruselas para solicitar a la Unión Europea que presione a Serbia por reformas democráticas.
Uno de los líderes estudiantiles, en medio de una manifestación frente al Parlamento, declaró: “Estamos peleando por nuestro futuro. Si el Estado no garantiza seguridad, educación ni justicia, entonces el pueblo es el que debe garantizarlas”.
Un país dividido
Mientras decenas de miles protestan en las ciudades, los seguidores de Vučić también se movilizan. En Belgrado, frente al parlamento, un campamento pro-gobierno celebra barbacoas y conciertos de música folklórica, en un esfuerzo por mostrar “unidad nacional”. El contraste con las protestas no podría ser más marcado.
La polarización es evidente. Según una encuesta del Centro para la Democracia, un 48% de la población apoya las protestas mientras que un 42% cree que son manipuladas desde el extranjero. La línea entre información veraz y narrativa estatal está cada vez más borrosa.
La UE y la encrucijada de Serbia
Serbia es oficialmente candidata a ingresar a la Unión Europea, pero el proceso se ha estancado en los últimos años. Las tensiones políticas, la falta de reformas judiciales y la cercanía del país con Rusia y China han generado recelos en Bruselas.
El comisionado europeo de Ampliación instó recientemente a Vučić a “escuchar a los ciudadanos en lugar de reprimirlos”. Sin embargo, la respuesta oficial fue ignorar las recomendaciones. Mientras tanto, las protestas continúan y la UE observa desde la distancia, sin tomar una posición contundente.
El simbolismo de la estación
La estación de Novi Sad ya no es solo un lugar físico; es un campo de batalla simbólico. Cada flor, cada vela encendida, cada pancarta levantada allí constituye un acto de memoria política. Es, como dijo una estudiante en un mitin reciente, “un recordatorio de lo que ocurre cuando la corrupción ocupa el lugar del Estado de derecho”.
El activismo ha sido tan persistente que incluso en ciudades más pequeñas como Kragujevac y Subotica se han organizado vigilias. El clamor popular ha trascendido clases sociales y regiones, uniendo causas diversas bajo una misma consigna: derribar la corrupción.
Una lucha prolongada
Quizás lo más admirable de este movimiento es su constancia. Ni el invierno ni los ataques mediáticos ni la represión han conseguido detener la ola cívica. Día tras día, las multitudes siguen saliendo, exigiendo un país donde 16 vidas no se pierdan por falta de mantenimiento o por contratos oscuros.
Como dijera un trabajador ferroviario jubilado en una entrevista con Radio Slobodna Evropa: “Esta no es solo una lucha por justicia, es una lucha por no olvidar. Porque si olvidamos, morimos también nosotros”.
La batalla por el alma de Serbia está lejos de concluir. Ya no se trata solo de una tragedia, sino de un despertar popular que desafía el autoritarismo, exige democracia y se aferra a la memoria como escudo contra la impunidad.