La obsesión de Trump con el 'comunismo': herramienta electoral o amenaza ideológica
Entre acusaciones, purgas internas y retórica incendiaria, el expresidente revive el fantasma comunista para consolidar poder y deslegitimar opositores en su segundo mandato
En los últimos meses, el presidente Donald Trump ha intensificado su uso de la palabra “comunista” como arma política para descalificar a oponentes, jueces, educadores y cualquier figura que contradiga su agenda. Este fenómeno va mucho más allá de un simple recurso retórico; es la señal de una estrategia calculada de manipulación emocional, nostalgia histórica y consolidación de poder que ha permeado la narrativa de su segundo mandato.
Un término poderoso con historia oscura
Estados Unidos arrastra una larga y cargada relación con la idea del comunismo. Desde la Revolución Rusa de 1917 y el llamado “Red Scare” de 1920, hasta la era del macartismo en los años 50, la mera acusación de ser comunista podía destruir carreras, relaciones y vidas. El comunismo fue usado como sinónimo de traición, convirtiéndose en una acusación tan emocional como política.
Trump, de 78 años, creció en ese contexto. En su juventud, fue aconsejado por Roy Cohn, el abogado personal que también fue mano derecha de Joseph McCarthy—el senador responsable de desatar una ola de paranoia con sus audiencias televisadas en busca de comunistas infiltrados en las instituciones estadounidenses.
El uso político de la palabra no es nuevo. Pero ahora, Trump la emplea de manera aún más estratégica: como un vacío semántico cargado de emociones, desvinculado de su definición real y adaptable a cualquier enemigo político.
¿A qué llama Trump “comunista”?
En el contexto contemporáneo, pocos actores políticos abogan realmente por ideas comunistas ortodoxas, como la abolición de la propiedad privada o el control total gubernamental de los medios de producción. Como señala Raymond Robertson, de la Escuela de Gobierno y Servicio Público Bush de Texas A&M:
“A menos que estén pidiendo que el gobierno administre U.S. Steel y Tesla, simplemente no son comunistas”
Lo que Trump llama “comunismo” incluye desde políticas de diversidad en instituciones públicas, programas educativos de inclusión, hasta simples críticas a su gobierno por parte del poder judicial. Es decir, el término funciona como un paraguas difuso que agrupa todo lo que se opone a su visión del país.
En un discurso reciente en Michigan, Trump declaró:
“No podemos permitir que un puñado de jueces radicales comunistas obstruyan la aplicación de nuestras leyes.”
Sin embargo, ninguno de estos jueces aboga por comunismo. De hecho, muchos son nombramientos republicanos o moderados que simplemente han fallado en contra de decisiones ejecutivas de Trump.
Comunismo como espectáculo mediático
La retórica de Trump tiene un fuerte componente performativo. Stephen Miller, antiguo asesor principal, repitió la palabra “comunista” cuatro veces en 35 minutos en una reciente intervención desde la Casa Blanca. Hablaba en contra de políticas de inclusión de género, inmigración y vacunas. Todo esto fue enmarcado dentro de una “cultura woke comunista” que, según él, “está destruyendo este país”.
Este tipo de lenguaje sirve para activar respuestas viscerales entre votantes mayores, que representan un bloque importante del electorado de Trump:
“Tiende a ser un término cargado de afecto negativo, particularmente para los estadounidenses mayores que crecieron durante la Guerra Fría,” explicó Jacob Neiheisel, experto en comunicación política de la Universidad de Buffalo.
Esta estrategia también se adaptó perfectamente a las dinámicas emocionales de las redes sociales. El uso frecuente de etiquetas como “#ComradeKamala” no sólo es provocador, sino que simplifica debates complejos para un público que consume información en cápsulas virales.
Consolidación del poder mediante purgas internas
La retórica puede parecer superficial, pero tiene consecuencias muy concretas. El reemplazo de Mike Waltz como asesor de seguridad nacional tras agregar a un periodista a un chat privado reveló la línea que Trump ya no está dispuesto a cruzar: la independencia del pensamiento o el mínimo disenso.
Su sustituto, Marco Rubio, ha demostrado una lealtad total al proyecto “America First” y ahora ocupa también la secretaría de Estado de manera interina. Esto demuestra una tendencia clara al centralismo en la toma de decisiones sobre seguridad y política exterior.
El caso de Laura Loomer, una activista ultra derechista, muestra otro ángulo inquietante. Trump ha admitido haber recibido recomendaciones de ella para despedir a Waltz y también para separar a Tim Haugh, jefe de la Agencia de Seguridad Nacional, por presuntas lealtades al general Mark Milley. Este tipo de presión proveniente de figuras marginales pero ideológicamente alineadas ilumina una de las características más notables de esta nueva administración: su vulnerabilidad ante asesorías no institucionales.
Los costos de una estructura de seguridad fragmentada
El cambio constante de personal en puestos estratégicos genera un problema estructural. Existen vacantes críticas en medio de conflictos como Ucrania, Gaza e Irán. La desconexión entre agencias, la opacidad en la toma de decisiones y la dependencia en un grupo muy pequeño de figuras leales debilita la capacidad de respuesta del gobierno ante crisis globales.
Como lo describió Daniel Fried, exembajador de EE. UU. y asesor del Consejo de Seguridad Nacional:
“No queda claro quién está a cargo ni dónde acudir para buscar respuestas. Eso no es una receta para la influencia, sino para la parálisis.”
El vacío intelectual: ¿Dónde quedó la coordinación de política exterior?
El cargo de asesor de seguridad nacional, establecido en 1953, debía servir como un punto de coordinación entre agencias—el lugar donde se sintetizan diferentes visiones para ofrecer alternativas equilibradas al presidente. Pero en la “era Trump”, según la exfuncionaria Heather Conley:
“Hay muy poco espacio para la coordinación de políticas porque el presidente establece la política a diario, casi a cada hora.”
En lugar de confiar en expertos o instituciones, Trump parece copiar los estilos de gestión de líderes autocráticos, privilegiando la lealtad personal sobre la capacidad técnica. Las decisiones se basan con frecuencia en reportes de televisión o sugerencias de redes sociales, lo que hace que las instituciones tradicionales pierdan peso frente a asesores oficiosos.
¿Realmente estamos hablando de comunismo?
Volvamos a esa palabra que todo lo atraviesa en este contexto: comunismo. Hoy en día, es difícil encontrar líderes políticos estadounidenses -incluso entre los más progresistas- que promuevan ideas similares a las del Partido Comunista Chino o al régimen soviético.
Según el politólogo Raymond Robertson:
“El verdadero debate moderno no es capitalismo contra comunismo, sino cuánto debe intervenir el estado en la economía y cuándo. Decir que quienes promueven esa participación estatal son ‘comunistas’ es retórica política engañosa.”
Aunque el término ha perdido precisión, ha ganado capacidad de movilización. Las referencias constantes a China, Cuba, Corea del Norte y Vietnam durante los discursos de Trump no están pensadas para educar, sino para evocar una amenaza existencial.
¿Por qué funciona?
Funciona por razón de tiempo y emoción. El ciudadano promedio no dispone de horas para analizar modelos económicos. Pero sí responde emocionalmente cuando escucha que algo o alguien es “comunista”, porque activa recuerdos familiares, pasados escolares e incluso enseñanzas religiosas en torno al miedo y la protección.
Y como dice Robertson:
“Genera enojo. Y el enojo, en política, puede ser adictivo.”
En última instancia, lo que vemos es cómo la nostalgia de una amenaza pasada se convierte en una herramienta electoral moderna. Ya no es el comunismo de Marx, Lenin o Castro. Es un disfraz conveniente bajo el cual Trump reagrupa a su base, desarma a la oposición y legitima decisiones autoritarias disfrazadas de patriotismo.