Justicia para las mujeres Achi: El juicio que expone las heridas olvidadas de la guerra en Guatemala

Tres exparamilitares fueron condenados por crímenes contra la humanidad en un caso que revela la violencia sistemática contra mujeres indígenas durante el conflicto armado guatemalteco

Por primera vez en más de cuarenta años, se ha hecho justicia en un caso paradigmático que refleja las atrocidades cometidas por el Estado guatemalteco durante la guerra civil, específicamente contra mujeres indígenas. Tres exmiembros de patrullas de autodefensa civil (PAC), grupos paramilitares entrenados por el ejército, fueron condenados a 40 años de prisión por crímenes contra la humanidad, específicamente por violaciones sexuales sistemáticas a mujeres del pueblo maya Achi.

El contexto histórico: guerra, represión y silencio

La guerra civil de Guatemala (1960-1996) dejó una devastadora huella en la sociedad. Según el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) de las Naciones Unidas, más de 200.000 personas murieron o desaparecieron durante los 36 años de conflicto, y el Estado fue responsable de más del 90% de los crímenes, muchos de los cuales constituyen actos de genocidio.

Uno de esos actos fue el uso sistemático de violencia sexual contra mujeres indígenas como arma de guerra. El mismo informe documentó 1.465 casos de violación, de los cuales el 89% de las víctimas eran mujeres indígenas mayas. Las violaciones no fueron hechos aislados ni excesos individuales. Como señala la antropóloga Aura Cumes, testigo forense en el juicio: “La violencia sexual fue un método planeado y deliberado. Fue efectiva para lograr los fines del ejército: sembrar desconfianza, destruir relaciones sanas y desestructurar el tejido social comunitario.”

El juicio: justicia, testimonio y memoria

Las 36 mujeres Achi que iniciaron esta lucha en 2011 provenían de Rabinal, un pequeño pueblo a 88 kilómetros de Ciudad de Guatemala, donde ocurrieron múltiples masacres durante los años más violentos del conflicto (1981-1985).

En esta ocasión, fueron seis las mujeres que testificaron. Entre ellas, Pedrina Ixpatá, quien fue víctima a los 21 años. En su testimonio ante el tribunal compuesto por tres juezas mujeres, relató cómo fue señalada por uno de los acusados, Félix Tum Ramírez, quien luego organizó su secuestro junto con soldados.

“Me llevaron a un tanque de agua donde me intentaron ahogar para interrogarme. Luego, en el destacamento militar, fui violada por soldados. Fue insoportable. Mi cuerpo entero dolía. Me embaracé, tuve un aborto y ya no pude tener hijos”, narró Ixpatá con voz firme ante las cámaras.

Ixpatá es una de las pocas mujeres que ha decidido hacer público su nombre, rompiendo el estigma histórico que rodea a las víctimas de violencia sexual. La mayoría prefiere mantenerse en el anonimato, y con razón. El silencio —forzado por el miedo, el trauma y la discriminación— ha sido una constante durante décadas.

Los condenados y la dinámica del crimen

El tribunal halló culpables a Félix Tum Ramírez, Pedro Sánchez y Simeón Enríquez Gómez, todos ellos exparamilitares entrenados por el ejército nacional. Tum Ramírez fue condenado por violar directamente a dos mujeres y por identificar a otras cuatro que fueron luego entregadas a soldados para ser violadas. Sánchez y Enríquez, por su parte, también fueron encontrados culpables de violar a dos mujeres cada uno.

En su defensa, Sánchez declaró: “Soy inocente. No conozco a ninguna de estas mujeres.” Sin embargo, el tribunal consideró que los testimonios eran sólidos y coherentes. La jueza Marling Mayela González Arrivillaga reafirmó que “no había dudas” sobre la veracidad de los relatos. La presidenta del tribunal, María Eugenia Castellanos, elogió la valentía de las mujeres: “Son crímenes de soledad que estigmatizan, no es fácil hablar de ellos.”

Un precedente clave: el caso Sepur Zarco

Este no es el primer caso en que Guatemala juzga represores por violencia sexual sistemática. En 2016, dos militares fueron condenados por esclavitud sexual en el famoso caso de Sepur Zarco, en el que mujeres q’eqchí fueron forzadas a trabajar para soldados en condiciones infrahumanas.

Ese juicio fue un hito. Fue la primera vez en Latinoamérica que se dictó sentencia por uso de la esclavitud sexual como crimen de guerra. Desde entonces, las organizaciones de derechos humanos han continuado documentando y visibilizando estos delitos.

Impunidad persistente: ¿y los soldados?

Aunque algunos paramilitares han sido condenados (cinco en 2022 y tres en este nuevo juicio), hasta la fecha, ningún soldado ha sido juzgado por violaciones sexuales durante la guerra. Esto refleja las dificultades estructurales del sistema de justicia guatemalteco para enfrentar los crímenes cometidos por el ejército.

La Fiscalía de Derechos Humanos del Ministerio Público ha enfrentado presiones políticas, recorte de fondos y campañas de desprestigio. Incluso se han denunciado procesos judiciales usados para intimidar a fiscales que investigan crímenes de lesa humanidad.

¿Cómo se reconstruye una comunidad después del horror?

La violencia sexual durante el conflicto armado fue una táctica para humillar, controlar y desmembrar al tejido comunitario. Muchas de las mujeres que testificaron han vivido en condiciones de pobreza extrema, con estigmas y sin acceso a servicios básicos. Algunas murieron antes de ver justicia: siete de las 36 denunciantes originales han fallecido. La más joven tenía 19 años al momento de las agresiones.

El camino hacia la reparación no es sencillo. Sin embargo, la sentencia marca un paso crucial en el reconocimiento del sufrimiento de generaciones de mujeres indígenas. Algunas de ellas han encontrado en la justicia una forma de sanar, resurgir e incluso empoderarse como lideresas en sus comunidades.

La joven que tradujo la sentencia del español al Achi lo hizo rodeada de ancianas que escuchaban entre lágrimas. Con cada frase leída, se aliviaba un peso. Era justicia, tardía, pero justicia al fin.

Un mensaje para América Latina

Este juicio debe ser observado no solo como un hecho histórico local, sino como un espejo para el resto de América Latina, donde los conflictos armados y dictaduras han dejado heridas similares. El uso de la violencia sexual como arma de guerra se puede rastrear en Perú, Colombia, El Salvador, y Argentina.

En todos estos contextos, el miedo y la vergüenza impidieron durante décadas que las mujeres hablaran. Juicios como el de las mujeres Achi muestran que es posible romper ese silencio y que los tribunales pueden y deben ser espacios de dignidad y verdad.

“Nunca más” no es solo una consigna

Hablar de justicia transicional es hablar de memoria, reparación y no repetición. Los tribunales tienen la obligación de sancionar a los culpables, pero también los Estados deben garantizar medios para la reparación integral, incluyendo apoyo psicológico, reconocimiento público, restituciones territoriales y programas culturales.

Mientras el Estado guatemalteco no asuma de forma plena esa responsabilidad, serán las mujeres y sus comunidades quienes seguirán empujando los procesos con valentía, dignidad y una resiliencia que emociona y estremece.

Como dijo una de las testigos anónimas del juicio: “Vinieron por mi cuerpo, por mi silencio, por mi tierra. Hoy camino con la frente en alto porque ya no temo. Ya no estoy sola.”

Este artículo fue redactado con información de Associated Press