Justicia en la cuerda floja: El caso Albert Ojwang y la represión persistente en Kenia
El asesinato de un bloguero bajo custodia policial reaviva las demandas de justicia, libertad de expresión y el fin de los abusos de poder
Un país atrapado entre promesas rotas y represión
El reciente fallecimiento del bloguero keniano Albert Ojwang mientras se encontraba bajo custodia policial no solo ha indignado a la sociedad civil del país africano, sino que también ha expuesto, una vez más, el patrón preocupante de represión, violación de derechos humanos e impunidad que sigue dominando el aparato estatal de Kenia.
Ojwang fue arrestado el pasado viernes 7 de junio en Homa Bay, una ciudad al oeste de Kenia, por, según informes policiales, "difundir información falsa" sobre uno de los oficiales de más alto rango del cuerpo policial. Sin una orden judicial clara ni un debido proceso, fue trasladado a más de 400 kilómetros al centro de detención de Nairobi. Poco después, apareció muerto en una celda del Central Police Station. Las autoridades alegaron que se "golpeó la cabeza contra la pared". Pero los activistas no lo creen. Y tampoco la población.
Un patrón repetido: asfixia a la disidencia
Kenia no es ajena a protestas contra la brutalidad policial, siendo víctima de una lógica represiva cada vez más institucionalizada. En 2024, el país fue testigo de intensos disturbios provocados por un paquete económico que incluía nuevos impuestos, incluso cuando el desempleo y el costo de vida hacían insostenible la vida para muchos kenianos. A pesar de que el gobierno se retractó de las medidas fiscales, decenas de activistas fueron asesinados y otros tantos secuestrados sin juicio ni registro.
En ese contexto, las declaraciones conmovedoras de Ndungi Githuku, activista del People’s Liberation Party, resuenan con fuerza: “Tenemos una libertad a medias. Este país le pertenece a los ricos, y es hora de que los pobres se levanten”. Su furia expresa el hartazgo de miles que sienten que ni las urnas ni la protesta pacífica son canales eficaces bajo un gobierno que opera sin rendición de cuentas.
¿Un caso aislado o una práctica común?
No es la primera vez que un ciudadano keniano pierde la vida bajo custodia por acusaciones que rozan lo absurdo. Según cifras de Amnistía Internacional Kenia, más de 200 personas han muerto entre 2020 y 2024 en circunstancias similares, muchas veces clasificadas como "muertes accidentales" en centros policiales. Pero los informes médicos suelen contradecir las versiones oficiales.
La Independent Policing Oversight Authority (IPOA) ha iniciado una investigación, y los oficiales a cargo del turno durante el deceso de Ojwang han sido relevados de sus funciones. Pero el escepticismo flota entre los ciudadanos. Tal como señala Hussein Khalid, de la organización de derechos humanos Vocal Africa: “Hasta ahora la policía no ha dicho la verdad. Sabemos que hubo más lesiones y han decidido sacrificar a oficiales de bajo rango. Queremos justicia para Ojwang y muchos otros.”
La criminalización de la verdad
La ley contra las 'noticias falsas' en Kenia es tan vaga como peligrosa. Aunque concebida, supuestamente, para frenar la desinformación y los discursos de odio, ha sido usada como pretexto para callar voces disidentes, atacar periodistas y clausurar blogs que critican abiertamente al gobierno y las fuerzas armadas.
Albert Ojwang era uno de esos críticos. En su cuenta en redes sociales, había denunciado presuntos vínculos de altos oficiales con negocios ilícitos y políticas internas represivas. Y eso bastó para detenerlo. A sus 33 años, deja una viuda y un bebé de apenas cinco meses, cuya vida crecerá marcada por la orfandad causada por el abuso de poder.
Una justicia selectiva e inalcanzable
Desde diciembre de 2021, apenas el 15% de los casos de brutalidad policial han sido juzgados y de esos, menos de la mitad han terminado con condenas firmes, según el Kituo Cha Sheria, un centro de asesoría legal comunitaria. El proceso judicial es lento, torpe y permeado por clientelismo político.
La IPOA —creada para supervisar a la policía— carece de fuerza ejecutiva. Puede investigar, pero no tiene poder de decisión sobre despidos o cargos penales. Y aunque las promesas de reforma policial y transparencia han llenado discursos oficiales durante años, esos compromisos se evaporan tan rápido como las protestas son dispersadas con gases lacrimógenos y bastonazos.
Activistas en la mira
En un país donde opinar puede costar la vida, el activismo es un acto de valentía. Ouma Paul Oyao, uno de los manifestantes que ha encabezado la resistencia en Homa Bay, lo dejó claro con sus palabras ante la prensa: "Nos encontramos en una era donde hablar contra el gobierno es un crimen. Me compadezco de la esposa y el bebé de Ojwang. Protesto contra los asesinatos extrajudiciales —uno de nosotros es todos nosotros.”
Lo que se denuncia en Kenia excede este caso puntual. Las marchas que han inundado calles en Nairobi reflejan años de injusticia acumulada. Jóvenes sin empleo, barrios marginalizados, periodistas amedrentados, ONGs acosadas por regulaciones draconianas y una élite política que consume los recursos públicos sin pudor.
¿Hacia un nuevo ciclo de represión o de transformación?
En los próximos días, se conmemorará en Kenia el primer aniversario de las protestas antigubernamentales por el fallido paquete fiscal que costó la vida de decenas de ciudadanos. Esta efeméride adquiere un tono sombrío con el asesinato de Ojwang. Y, a la vez, puede convertirse en catalizador de una nueva ola de movilización social.
“Este gobierno nos está empujando otra vez a las calles”, afirma Githuku. “Nos dicen que no han aprendido nada, que seguirán secuestrándonos y asesinándonos. Es mejor gritar y morir que callar y que nos saquen de nuestras casas en silencio.”
No se trata solo de protestar. Esta es una guerra por la pluralidad, por la transparencia, por el derecho a vivir sin miedo. En un país donde la democracia fue conquistada a pulso, la ciudadanía exige que sus líderes estén a la altura del legado de los que lucharon por ella.
La presión internacional, necesaria pero tibia
Organizaciones como Human Rights Watch, Amnistía Internacional y Reporteros sin Fronteras han condenado el asesinato de Albert Ojwang y han exhortado al gobierno keniano a garantizar un proceso transparente, con consecuencias reales para los responsables. Sin embargo, las potencias occidentales —que históricamente han apoyado al Estado keniano con ayuda financiera y capacitación policial— guardan cauteloso silencio.
¿La razón? Geopolítica. Kenia es un baluarte estratégico en África Oriental, tanto para la estabilidad regional como contra el terrorismo yihadista. Pero esa estabilidad no puede sostenerse a costa de los derechos humanos. Y más temprano que tarde, esa represión acumulada generará más violencia, no menos.
¿Quién llorará por Ojwang?
Justicia para Albert no es solo encontrar a los responsables directos de su muerte. Es cambiar las estructuras que permiten que voces sean silenciadas con brutalidad. Es revisar las leyes que amordazan la disidencia. Es repensar el rol de la policía como garante de orden, y no como verdugo del sistema.
En palabras de la activista Sandra Gikonyo: “Recordar a Albert es pelear por cada joven que tiene algo que decir y teme hablar. No podemos seguir enterrando mártires. Queremos vivir.”
Por ahora, Kenia sangra en silencio. Pero las calles están despertando.