Erin Patterson y el almuerzo mortal: el juicio que sacudió a Australia

Una opinión sobre el caso del envenenamiento con hongos que terminó en triple asesinato, y las grietas que revela en la sociedad australiana

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Un almuerzo, tres muertos y una nación pendiente

Erin Patterson era, hasta hace poco, una australiana más. Residente de Leongatha, Victoria, madre de familia, con aspiraciones académicas y una vida aparentemente estable. Hoy, su nombre es sinónimo de uno de los crímenes más inquietantes que ha vivido Australia en los últimos años: el almuerzo mortal que costó la vida a tres de sus exparientes políticos y dejó a uno más gravemente intoxicado. ¿Culpa o accidente? ¿Frialdad o negligencia? ¿Planificación o fatal coincidencia?

Este blog post es un análisis de un caso que ha fascinado, polarizado y estremecido a una nación entera. No solo por el hecho atroz en sí, sino por lo que revela sobre las relaciones familiares, la psicología criminal femenina, la justicia mediática y la relación peligrosa entre la gastronomía y la toxicología.

El crimen: ¿beef Wellington con hongos de la muerte?

El 29 de julio de 2023, Patterson organizó un almuerzo en su hogar para Don y Gail Patterson (sus suegros), Heather Wilkinson (hermana de Gail) e Ian Wilkinson (esposo de Heather). Servido: beef Wellington. Ingrediente fatal: Amanita phalloides, conocidos como death cap mushrooms —una de las especies más mortales del mundo, responsables del 90% de todas las muertes por intoxicación fúngica a nivel mundial (fuente: Mycological Society of America).

Tras el almuerzo, tres de los invitados murieron. Ian Wilkinson sobrevivió de milagro luego de un trasplante hepático de urgencia. Erin, por su parte, mostró síntomas leves que atribuyó a un trastorno alimenticio. No requirió hospitalización.

El veredicto: culpabilidad sin duda razonable

Tras un juicio de nueve semanas y seis días de deliberaciones, la Corte Suprema de Victoria encontró a Erin Patterson culpable de triple homicidio y un intento de homicidio. Las pruebas en contra no se centraron en la presencia de los hongos (eso no fue debatido), sino en la intencionalidad.

Los fiscales aseguraron que Erin conocía la toxicidad de las setas utilizadas, que las colocó deliberadamente en los platos de sus invitados excepto en el suyo propio (gracias a porciones individuales) y que eliminó evidencia crucial: un deshidratador de alimentos que reconoció haber tirado tras la tragedia.

Patterson alegó desconocimiento, nerviosismo, e incluso mentiras piadosas: nunca había recolectado setas (aunque luego admitió que sí lo hizo), no tenía un deshidratador (luego reconoció que sí lo poseía)... En suma, un caso de contradicciones que minaron cualquier estrategia de inocencia.

Hongos, cocina y crimen: un coctel siniestro

Australia no es ajena a la presencia de hongos venenosos en su ecosistema. En especial, el death cap fue introducido accidentalmente en la región de Victoria y se ha documentado su expansión (fuente: Department of Health, Victoria State Government).

Pero lo que hace este caso tan espinoso es la combinación de dos elementos culturalmente apreciados: el hogar y la comida. Servir comida en una mesa familiar es un acto de intimidad, hospitalidad y confianza. Que ese acto se utilice como una herramienta de muerte destroza los símbolos sobre los cuales se estructura la vida doméstica.

Además, los beef Wellington individuales se convirtieron en prueba clave. ¿Por qué preparar porciones separadas si la receta habitual es familiar? ¿Por qué invitar a tu exfamilia política y dejar fuera a tu expareja, Simon Patterson, quien originalmente estaba invitado pero canceló a último momento?

La doble cara de Erin Patterson

Una de las estrategias de la fiscalía fue demostrar que Erin tenía dos caras. Por fuera, una figura amable, cordial con sus exsuegros. Por dentro, una mujer llena de frustración acumulada hacia esa misma familia, en particular hacia sus suegros, por su influencia —según indicaron algunos testimonios— en la separación con Simon y en tensiones familiares previas.

Erin, según los fiscales, tenía todo que ganar: control total sobre sus hijos, divorcio resuelto a su favor, mudanza a una nueva casa, independencia financiera, y planes para iniciar estudios universitarios en enfermería. ¿Qué podría alterar esa aparente calma? El resentimiento, la ira, el deseo reprimido de venganza, según la tesis acusatoria.

«No entendemos por qué lo haría, pero eso no cambia el hecho de que lo hizo», fue el mensaje de cierre de los fiscales.

¿Justicia o linchamiento mediático?

Desde el inicio del juicio en Morwell, el caso atrajo una atención inusitada. Más de 50 testigos, cinco podcasts diarios analizando cada jornada de la audiencia, blogs en tiempo real, cobertura extensiva en TV y prensa internacional. Incluso se han anunciado una serie dramática y un documental en producción.

Los medios convirtieron a Patterson en una figura casi criminal de culto, una suerte de Caril Ann Fugate australiana. Y eso plantea una pregunta crítica: ¿se estaba juzgando a Erin en un tribunal legal o en otro paralelo, el tribunal de la opinión pública?

Algunos analistas señalan que mucha gente condenó a Patterson desde las primeras semanas del caso: «Es mujer, es fría, es mentirosa… pero ¿eso la hace una asesina?», escribió en The Guardian Australia el criminólogo Scott Miller.

Una amiga, Ali Rose Prior, estuvo presente todos los días del juicio, y al salir del veredicto dijo al borde de las lágrimas: “Estoy triste... pero así son las cosas”.

Crimen femenino y el mito del veneno

Históricamente, los crímenes cometidos por mujeres —especialmente aquellos que involucran envenenamientos— han despertado una atención particular en la criminología y la cultura popular. Casos como los de Mary Ann Cotton (siglo XIX, Reino Unido) o Belle Gunness (EE.UU., siglo XX) crearon el arquetipo de la mujer que mata con paciencia y método, a través de sustancias y no con armas visibles.

Según un estudio del FBI, las mujeres representan solo el 11% de los homicidas en EE.UU., pero constituyen más del 75% de los casos históricos relacionados con el uso de veneno. En Australia, los casos de envenenamiento son extremadamente raros. El de Patterson impactó doblemente: por lo inusual, y por lo cercano.

«Nos aterra pensar que la persona que cocina para nosotros pueda ser también nuestra verduga», reflexionó la psicóloga forense Gwendolyn Luscombe.

¿Verdadera culpabilidad o narrativa irresistible?

Hay quienes cuestionan si la narrativa construida contra Patterson ha sido demasiado perfecta como para dejar espacio a la duda. ¿Qué pasa si efectivamente cometió errores de juicio sin intención homicida? ¿Y si su torpeza al manejar hongos, su intento de falsear pequeños hechos (para evitar responsabilidades legales), y su nerviosismo real, la convirtieron en la culpable ideal ante el público?

Esa duda persiste en algunos segmentos de la sociedad australiana, sobre todo porque los fiscales no ofrecieron un motivo claro. Esa falta fue suplida con una pintura emocional del carácter de Patterson más que con pruebas concluyentes de un propósito criminal.

Pero el veredicto fue unánime. Y en los sistemas judiciales “más allá de toda duda razonable” es más que una frase legal: es una línea divisoria moral. El jurado cruzó esa línea.

¿Qué nos dice este caso de Australia hoy?

Este caso no es solo sobre envenenamiento. Es también sobre la fragilidad de las familias contemporáneas, sobre las apariencias en la vida cotidiana, sobre cómo el dolor o el resentimiento se transforman o se reprimen hasta explotar en tragedia. También nos habla del poder omnipresente de los medios y de nuestra inclinación social a participar en juicios morales, aun sin conocer todos los hechos.

Finalmente, nos confronta con la peligrosa idea de que lo doméstico, lo familiar, lo rutinario —como un beef Wellington— puede convertirse, sin que lo veamos venir, en causa de horror. Y que a veces, los monstruos no viven bajo nuestra cama, sino que nos invitan cordialmente a almorzar.

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Este artículo fue redactado con información de Associated Press