Un semillero de resistencia: cómo la niñez Nasa defiende la tierra ancestral en el suroccidente de Colombia
Con rituales ancestrales, reforestación e identidad cultural, las nuevas generaciones del pueblo Nasa transforman un territorio marcado por la guerra en un refugio de vida y aprendizaje
Las montañas del suroccidente colombiano, en el departamento del Cauca, han sido por décadas el escenario de múltiples conflictos armados, sociales y medioambientales. Pero en medio de esa violencia cíclica, una comunidad indígena ha encontrado la forma de sembrar esperanza en su futuro: los Nasa, orgullosos defensores de su tierra, han recurrido a sus raíces para formar a los más jóvenes como guardianes culturales y ecológicos.
Semilleros: donde la niñez crece con identidad
En la reserva indígena de López Adentro, ubicada en el municipio de Caloto, un grupo de niñas, niños y adolescentes participa cada fin de semana en un espacio conocido como semillero, una escuela informal que los prepara para cuidar su territorio, su historia y su cultura. Pero esta escuela tiene un enfoque especial: aprender es también un acto de resistencia.
“Aquí enseñamos el respeto por la tierra, por nuestros ancestros y nuestras tradiciones”, explica Daniela Secue, una joven lideresa de 26 años que coordina el semillero. “En una región donde los jóvenes son vulnerables a los grupos armados, ofrecer esta alternativa es apostar por una vida distinta; una vida en armonía con nuestra identidad”.
Rituales, carteles y tierra: una pedagogía comunitaria
La jornada comienza con un ritual ancestral: los niños son rociados suavemente con agua a través de ramas, como una bendición para abrirles camino y protegerles. Luego, cargan pequeños carteles de madera pintados por ellos mismos con mensajes como: “Nacimos para proteger la naturaleza” o “Paz, por favor”.
Con guantes plásticos, clavan los carteles en árboles a lo largo de una carretera polvorienta que aún es usada por grupos armados para actividades ilegales. A la vez, recogen basura y limpian el entorno en lo que constituye una clara acción ambiental… y una silenciosa rebeldía.
La recuperación de un territorio fragmentado
En 2019, decenas de familias Nasa recuperaron de forma directa más de 350 hectáreas que por años habían sido explotadas por ingenios azucareros. El monocultivo industrial de caña, utilizado para producir azúcar, etanol y panela, había agotado el suelo y contaminado las fuentes hídricas con agroquímicos.
El acto de arrancar la caña y reemplazarla por cultivos tradicionales como el maíz, el arroz, la yuca, el frijol y el plátano, marcó un antes y un después. También impulsaron la regeneración de los bosques nativos y la cría de animales en pequeña escala. “Es una forma de sanar la tierra, pero también de sanar nuestra memoria”, insiste Daniela.
Una finca, un símbolo de transformación
Los semilleros frecuentemente se reúnen cerca de una vieja finca —una hacienda que otrora pertenecía a un poderoso terrateniente de la caña— hoy abandonada. En sus muros aún se ven grafitis de las FARC, recordatorio palpable del conflicto armado que marcó esta región por décadas. Sin embargo, ahora ondea una bandera con los colores rojo y verde del pueblo Nasa.
Gracias a estos esfuerzos, parte de la fauna silvestre ha vuelto: aves como tucanes, pericos y mirlas han empezado a habitar nuevamente los árboles que hace apenas unos años eran inexistentes en el sistema monocultivo.
Una alternativa frente a la guerra
El departamento del Cauca ha sido tristemente célebre por la violencia armada. Aunque el acuerdo de paz entre el Estado y las FARC se firmó en 2016, varias disidencias no se desmovilizaron y siguen presentes en la región. Junto a ellas operan otros grupos ilegales, todos disputándose rutas del narcotráfico y territorios estratégicos.
Los comunitarios reportan que algunas áreas aún están pintadas con mensajes amenazantes como: “Baje la ventana o disparamos”, dirigidos a conductores locales. Esto, en referencia a permitir a los grupos armados ver el interior de los vehículos.
Frente a un panorama de inseguridad, varias familias apuestan por el semillero como un espacio de construcción distinta. “Si no tienen alternativas, los jóvenes pueden terminar empujados a esos caminos”, explica Daniela Secue. “Pero si les damos identidad, responsabilidad y sentido de pertenencia, elegimos otra vía: la del cuidado y la vida”.
La otra cara del conflicto: el despojo
Aunque las familias lograron recuperar ese territorio de forma autónoma en 2019, han enfrentado dificultades. En 2020, el Estado envió tropas para intentar desalojarlas. Durante tres años, militares ocuparon la finca central como base para disuadir la ocupación. Aunque se retiraron en 2024, la tensión no ha desaparecido.
“El antiguo dueño ahora quiere desalojarnos por vía legal”, dice Carmelina Camayo, una madre de familia de 49 años. “Pero nosotros ya transformamos esta tierra. Aquí cultivamos lo que comemos, criamos a nuestras hijas e hijos. No vamos a rendirnos”.
¿Ocupación o recuperación legítima?
El debate nacional sobre la toma de tierras por comunidades indígenas es complejo. Por un lado, los pueblos originarios argumentan que se trata de su derecho ancestral sobre territorios ocupados mucho antes de la fundación del Estado colombiano. Respaldan su postura en convenios como el 169 de la OIT, ratificado por Colombia, y en sentencias de la Corte Constitucional.
Por otro lado, sectores del agro negocio y del gobierno alegan que estas ocupaciones violan el derecho a la propiedad privada y podrían desatar más violencia. “La reforma agraria debe hacerse por las vías legales”, advierten voceros institucionales.
Sin embargo, para muchos Nasa, la ley estatal ha sido históricamente injusta. Y por eso optaron por la acción directa, antes que seguir esperando una respuesta burocrática que nunca llegó.
Los frutos de la recuperación
Desde el desmonte de los cañaduzales en 2019, el ecosistema local ha dado signos evidentes de recuperación. Según la guardia indígena, la calidad del agua ha mejorado y los animales silvestres siguen retornando.
Se han instalado viveros comunitarios y se han replantado especies nativas como el guayacán, el yarumo y el nogal. Además, los cultivos tradicionales permiten alimentar a más de 100 familias directamente.
“Queremos que nuestros hijos puedan comer de esta tierra, jugar en ella y conocer su historia”, concluye Carmelina. “Incluso cuando ya no estemos aquí, sabrán a quién pertenecen».
Educación como raíz para el futuro
Quienes pasaron por el semillero no olvidan la experiencia: muchos se convirtieron en miembros activos de la Guardia Indígena o en promotores de salud y cultura al interior de su comunidad. La semilla, efectivamente, germinó.
El concepto de semillero —una metáfora sencilla pero poderosa— representa el corazón mismo de esta resistencia pacífica. Si se cultivan niñas y niños con conciencia sobre su entorno, su historia y su deber colectivo, se siembra la posibilidad de una sociedad diferente.
En una Colombia marcada por el despojo y el olvido, la experiencia del pueblo Nasa en López Adentro es un ejemplo luminoso de cómo la educación comunitaria puede convertirse en una herramienta profunda de transformación social, ambiental… y espiritual.