El renacer de las madrasas en Afganistán: ¿educación espiritual o brecha en los derechos humanos?
Frente al colapso del sistema educativo estatal y las restricciones talibanes, las escuelas religiosas resurgen como única alternativa de formación para miles de niñas y niños afganos
En los suburbios polvorientos de Kabul, se escucha el murmullo de voces infantiles recitando versículos del Corán. Visten túnicas simples y gorros blancos. Son los nuevos alumnos de las madrasas, las escuelas religiosas islámicas que están proliferando por toda Afganistán en tiempos de incertidumbre. A primera vista, estas instituciones ofrecen una educación estructurada y gratuita, pero detrás de sus paredes se esconde una realidad compleja: educación limitada, adoctrinamiento religioso y separación de género extrema. En este análisis, exploramos el fenómeno del auge de las madrasas y lo que esto significa para el futuro social, educativo y político del país.
Madrasas: ¿respuesta o refugio?
Con décadas de conflicto, falta de inversión extranjera, escasez de docentes calificados y agresivas políticas educativas del régimen talibán, el sistema de educación pública en Afganistán está gravemente debilitado. Las cifras lo evidencian: más de 4 millones de niños y niñas afganos no están escolarizados, según UNICEF. Tan solo en 2023, el Ministerio de Educación informó que más de 10.000 escuelas públicas cerraron por falta de recursos (UNICEF).
Ante este colapso, muchas familias, incluso aquellas con escasos recursos, han encontrado en las madrasas una salvación. Estos centros, apoyados en su mayoría por clérigos locales u organizaciones privadas islámicas, imparten clases de teología, jurisprudencia islámica (fiqh), árabe y memorismo coránico. Si bien algunas han comenzado a incluir materias seculares como matemáticas y, en pocos casos, inglés, muy pocas cumplen con los estándares de educación nacional o global.
Una expansión meteórica
Un claro ejemplo es una madrasa al norte de Kabul, que pasó de tener 35 estudiantes a más de 160 en apenas cinco años. Según Qari Hizbollah, director de la madrasa Imam al-Tirmidhi, "el crecimiento es natural porque la gente está desesperada por encontrar educación para sus hijos". Para muchas familias, sobre todo en áreas rurales y empobrecidas, estas escuelas representan la única oferta educativa tangible.
Esta dinámica también explica el notable incremento de internados religiosos. En la madrasa Abdullah Ibn-Masoud, los niños viven, estudian y rezan en el mismo recinto. A cambio de enseñanza gratuita, se les exige memorizar el Corán completo, lo cual puede tomar de 4 a 7 años.
El caso de las niñas: una tragedia educativa oculta
La situación es aún más delicada para las niñas. Desde que los talibanes regresaron al poder en 2021, la educación secundaria femenina ha sido vetada casi en su totalidad. Para muchas adolescentes, las madrasas representan su única opción de continuar estudiando algo. Pero la desigualdad persiste: mientras más del 80% de las madrasas masculinas reciben apoyo financiero o religioso, menos del 15% de sus equivalentes femeninas cuentan con alguna forma de financiamiento, según datos de Human Rights Watch.
En el madrasa Tasnim-e-Nusrat, una de las pocas que admite niñas, apenas 20 estudiantes asisten a clases improvisadas en una habitación arrendada. "Si los talibanes lo descubren, este lugar será cerrado y todas nos arriesgamos", dice la maestra principal, quien pidió mantenerse en el anonimato.
Críticas desde dentro y fuera
La comunidad internacional lleva tiempo advirtiendo de los peligros que representa la proliferación descontrolada de madrasas. No se trata únicamente de preocupaciones en torno a la calidad educativa, sino también a la posibilidad de radicalización ideológica. Un informe de la ONU de 2022 indicó que casi el 40% de los antiguos combatientes de grupos insurgentes afganos habían recibido parte o toda su formación ideológica en madrasas rurales con escasa supervisión.
"No podemos ignorar la realidad de que estos centros muchas veces suplantan a una educación completa por una versión extremadamente reducida y religiosa del mundo", señala Charles Lister, experto en seguridad regional del Middle East Institute.
Pero para otros, como el historiador afgano Rafiullah Stanikzai, hay que matizar: “Es un error ver a todas las madrasas como focos de radicalización. Muchas cumplen funciones cruciales en educación básica y refugio para niños huérfanos o desplazados.”
¿Una solución fallida para erradicar el analfabetismo?
En contextos de desesperación, estas instituciones podrían tener un impacto relativo positivo. Según datos del Banco Mundial, la tasa de analfabetismo en Afganistán supera el 60%, uno de los índices más altos del mundo. Si bien las madrasas no enseñan de forma sistemática lectura ni escritura moderna, el solo hecho de exponer a los estudiantes a la lectura del árabe clásico puede ser el primer paso hacia la alfabetización funcional.
Sin embargo, el problema radica en los contenidos y la falta de pensamiento crítico. “Muchos alumnos repiten de memoria sin entender”, explica un exprofesor de Kabul. Además, el currículo no incluye ciencias, historia universal ni formación vocacional. “Estamos produciendo niños que saben recitar el Corán, pero no están preparados para integrarse a una economía moderna”, añade.
Educación en tiempos de guerra y religión: una combinación delicada
Afganistán ha experimentado más de 40 años de conflicto armado ininterrumpido. Desde la invasión soviética en 1979, la guerra civil en los 90, la ocupación estadounidense y el retorno del Talibán, el país ha estado envuelto en un ciclo constante de violencia. Esta situación ha politizado profundamente la educación. Los talibanes ven en las madrasas no solo un sistema educativo, sino una herramienta para moldear la sociedad bajo una estricta interpretación islámica sunita.
La política educativa oficial del Emirato Islámico de Afganistán incluye reforzar las madrasas como centro educativo principal. Documentos filtrados indican que se planea convertir al menos el 60% de las escuelas públicas en centros religiosos para 2026.
Pero, ¿qué educación merece un niño?
La Convención sobre los Derechos del Niño establece que todos los niños tienen derecho a una educación que desarrolle su personalidad, talentos y habilidades mentales y físicas al máximo. La pregunta inevitable entonces es: ¿acaso la educación recibida en una madrasa puramente religiosa cumple con este principio?
Para Zohra, una madre viuda de tres hijos que los envió a una madrasa en Kabul, la elección fue pragmática: “No tengo dinero. Quiero que mis hijos aprendan algo, aunque solo sea el Corán. Es mejor que estar en la calle.”
Una visión similar revela la gravedad del problema: no se trata de fe, sino de falta de alternativas.
Repensar la educación islámica en Afganistán
No es necesario erradicar las madrasas, pero sí transformarlas. Existen modelos en otros países islámicos que podrían servir de inspiración. En Indonesia y Marruecos, muchas madrasas han sido integradas al sistema nacional, combinando estudios religiosos con ciencia, arte, filosofía y matemáticas. Esta sinergia es vital si Afganistán quiere preparar a sus jóvenes para el siglo XXI sin renunciar a su identidad cultural y religiosa.
El futuro del país depende, en gran parte, de encontrar ese delicado equilibrio entre tradición y modernidad. Y en ese proceso, las madrasas pueden ser parte de la solución —pero no la solución completa.