Pachamama vive: el ritual ancestral que une a Bolivia con la tierra

Cada agosto, miles de bolivianos se rinden ante la Madre Tierra con fuego, coca y fe en una tradición milenaria que resiste al tiempo y al olvido

El poder del rayo convertido en sabiduría

Tenía apenas tres años cuando el cielo la tocó. Nayza Hurtado, espiritista aymara, recuerda con claridad el día en que un rayo la alcanzó. Ahora, cuatro décadas después, se sienta junto a una fogata en La Cumbre, a casi 4.200 metros sobre el nivel del mar, y sostiene con orgullo: “Yo soy el rayo”. Para ella, aquella chispa fue una iluminación, un despertar espiritual. “Cuando cayó sobre mí, me volvió sabia y vidente”, dice. “Eso es lo que somos los maestros.”

Hurtado es una de las muchas guías espirituales andinas que cada agosto son llamadas a ejercer su don en el mes de la Pachamama, la Madre Tierra. Durante este periodo, según la cosmovisión aymara, la tierra despierta con hambre y sed tras la época seca. Y es tarea de los humanos alimentarla en señal de gratitud, para asegurar su favor durante el año venidero.

Un ritual que se transmite con las montañas

Los cerros, también llamados “apus” por las naciones originarias como los aymara y quechua, no son simples formaciones geológicas: son espíritus protectores, ancestros eternos que custodian a sus pueblos. Por eso, los lugares como La Cumbre, a solo 13 kilómetros de La Paz, se llenan cada agosto de peregrinos que acuden con ofrendas y esperanzas.

“Venimos cada año para repetir las pisadas de nuestros abuelos”, afirma Santos Monasterios, quien contrató a Hurtado para un ritual este mes. Trajo consigo dulces, vino, hojas de coca y una lista de deseos: salud, trabajo y bienestar.

El arte de la mesita: una mesa de esperanza

Las mesitas —literalmente, “mesas pequeñas”— son el centro material de la ceremonia. Se trata de una estructura de madera sobre la que se sitúan objetos simbólicos: cereales, confites, billetes falsos, miniaturas doradas, fotos familiares, hojas de coca y hasta fetos de llama o cerdito en algunos casos. Todo depende de lo que se desea pedir: abundancia, protección, fertilidad, buena cosecha.

Una vez armada, la ofrenda está lista para arder. El ritual incluye rociarla con alcohol, vino o cerveza, como forma de “saciar la sed de la Pachamama”. Durante el proceso, que puede durar hasta tres horas, los presentes oran, lloran, ríen o simplemente contemplan. Cuando no queda más que ceniza, esas cenizas se entierran en la tierra. “Así volvemos a ser uno con Pachamama”, dice Monasterios.

Una conexión que no entiende de instrucciones

Carla Chumacero viajó a La Cumbre con su familia este año. Sentía que algo estaba desequilibrado. “No hay una manera clara de saberlo”, explica. “Simplemente lo sentimos. Hay accidentes, problemas en la casa... entonces sabemos que hay que dar algo, porque ella nos ha dado mucho también”.

A sus 28 años, pidió cuatro mesitas a su guía de confianza. Asegura que la tradición es más fuerte de lo que parece. “Desde niñas, nuestras madres nos enseñaron que Pachamama escucha mejor en agosto.”

Para María Ceballos, minera de 34 años, las ofrendas a la Pachamama son un acto de protección vital. “Nuestro trabajo es peligroso. Manejo maquinaria pesada y viajo por caminos de montaña”, cuenta. “Por eso, nos encomendamos a ella. Porque sólo ella tiene el control de abajo y arriba.”

Una herencia milenaria más viva que nunca

Las raíces de estas prácticas son profundas: según el antropólogo boliviano Milton Eyzaguirre, los rituales a Pachamama se remontan al 6000 a.C.. En otras palabras, mucho antes del Imperio Inca o del calendario gregoriano. Su origen responde a las condiciones climáticas y agrícolas del hemisferio sur.

“Aquí, en Bolivia, el invierno es seco y frío, pero agosto marca el puente hacia la primavera y las nuevas siembras”, explica Eyzaguirre. “Pachamama duerme durante la sequía, y estas ofrendas son también un llamado para que despierte y bendiga los campos.”

La siembra inicia entre octubre y noviembre, con cosechas esperadas para febrero. Es en ese ciclo agrícola donde más sentido tiene la reciprocidad: “aquí no se ve la tierra como un bien de consumo, sino como un ser vivo que te da si tú le das”.

El alma de la montaña: Ajayu

En la espiritualidad andina, todo posee un “ajayu”, un alma o espíritu. El agua, el fuego, el viento, las piedras y los animales también sienten, según esta cosmovisión. Por eso, la veneración a la tierra va más allá de lo ritual; es ética, es vivencia, es simbiosis.

Rosendo Choque, un yatiri (guía espiritual) de 40 años de experiencia, lo resume así: “Los apus nos cuidan y vigilan desde lo alto. Nosotros tenemos que pedirles permiso cada vez que tocamos su suelo”.

El rol del yatiri no surge de la nada. Para poder ejercerlo, primero hay que adquirir sabiduría, demostrar pureza y recibir una señal. “La coca me habla; yo no la interpreto, ella me guía”, dice Choque, que aprendió con los años y bajo el silencio de las montañas.

Entre la religión y la cultura viva

Puede parecer extraño para una sociedad moderna, pero estos rituales no han perdido vigencia. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), al menos un 48% de los bolivianos se identifican con alguna tradición indígena, y el respeto a la Pachamama forma parte del día a día, no sólo en las áreas rurales.

De hecho, la Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia —en vigor desde 2009— posiciona a la “Madre Tierra como sujeto de derechos”, siendo uno de los primeros países del mundo en adoptar legalmente una visión eco-céntrica sobre el territorio.

Hay incluso un ministerio dedicado a ella: el Ministerio de Medio Ambiente y Agua también vela por la implementación de leyes como la “Ley de Derechos de la Madre Tierra”, promulgada en 2010.

Ser parte de la tierra, no dueños de ella

Para Nayza Hurtado, ese rayo que la marcó fue una señal de transformación. Pero más que eso, fue la confirmación de una verdad ancestral que aún hoy muchos bolivianos defienden: no heredamos la tierra de nuestros antepasados, la tomamos prestada de nuestros hijos.

“Nosotros vivimos en ella, no sobre ella”, concluye con una mirada al cielo silencioso. “Y por eso, cada agosto, la llamamos y le rendimos honor, para no olvidar quién nos sostiene.”

Este artículo fue redactado con información de Associated Press