La batalla por unas elecciones limpias en Maine: ¿Hasta dónde puede llegar la influencia extranjera?

Una mirada crítica al enfrentamiento entre la voluntad popular y el poder corporativo bajo la lupa constitucional

Porcentaje abrumador de aprobación. Protestas. Apelaciones judiciales. Intereses corporativos extranjeros. La historia de una ley electoral en Maine ha transformado una decisión democrática en un campo de batalla legal.

Una ley que refleja la voluntad del pueblo

En 2023, los habitantes del estado de Maine aprobaron con un apoyo masivo del 86% una ley que buscaba limitar la influencia extranjera en sus procesos electorales, una medida que, para muchos, era necesaria ante acciones previas de corporaciones con conexiones fuera del país. La ley prohibía que entidades con más del 5% de propiedad gubernamental extranjera pudieran aportar dinero a campañas electorales relacionadas con referendos estatales.

El catalizador detrás de la ley fue una millonaria campaña publicitaria liderada por una empresa controlada por intereses canadienses, que buscaba influir en los votantes respecto a un controversial proyecto energético en el estado. Para numerosos residentes, esa intervención cruzó un límite crítico en cuanto a la influencia aceptable en su democracia.

“Nuestros votos, nuestras reglas”: el mensaje del electorado

Rick Bennett, presidente del grupo Protect Maine Elections, que promovió la medida, resumió el espíritu de la ley con palabras que calaron en el electorado: “Nuestros comicios deben pertenecernos a nosotros, no a corporaciones extranjeras con intereses diferentes a los nuestros”.

En un país donde la confianza en los sistemas democráticos enfrenta desafíos constantes, esta legislación simbolizaba para muchos residentes un intento concreto por frenar la distorsión externa de su proceso político.

Pero, ¿es constitucional restringir esos fondos?

La ley no tardó en ser impugnada por compañías de servicios públicos y medios de comunicación, que argumentaron ante los tribunales que esa normativa violaba la Primera Enmienda, la cual protege la libertad de expresión, incluyendo las donaciones políticas.

En julio, el Primer Tribunal de Apelaciones, con sede en Boston, avaló una decisión previa del tribunal federal que sugería que la ley era “probablemente inconstitucional”. La jueza Lara Montecalvo explicó que la legislación era demasiado amplia y que podría terminar silenciando a empresas estadounidenses solo por el hecho de tener un porcentaje minoritario de propiedad extranjera, sin que existiera prueba de un control o influencia significativa en sus decisiones políticas.

“La prohibición es excesivamente general, silenciando a empresas norteamericanas sólo por la posibilidad de que un accionista extranjero ejerza influencia, incluso si ese accionista es pasivo”, señaló Montecalvo.

¿Exceso de cautela o explotación legal deliberada?

Este fallo plantea una pregunta fundamental para el sistema político estadounidense: ¿Hay un equilibrio razonable entre proteger la soberanía electoral y salvaguardar derechos constitucionales? Los límites entre libertad de expresión corporativa y manipulación política de intereses ajenos a los ciudadanos de un estado se vuelven difusos, especialmente en un contexto donde los gastos en campañas políticas han alcanzado niveles sin precedentes.

Según OpenSecrets.org, el gasto total en las elecciones estadounidenses de 2020 fue de alrededor de $14,000 millones, la mayor cantidad jamás registrada.

¿Cuánto de ese dinero proviene de fuentes con participación extranjera indirecta? Es difícil saberlo con exactitud, especialmente cuando muchas estructuras societarias permiten enmascarar la propiedad final. Qué tan efectivamente las leyes actuales identifican y limitan esa influencia es una cuestión que aún deja muchos vacíos.

¿Y ahora qué?

Aunque la ley sigue figurando en los estatutos del estado de Maine, no puede ejecutarse mientras continúan los litigios. Según señaló Danna Hayes, portavoz de la Fiscalía General del estado, no ha habido progresos sustantivos desde que el caso fue devuelto al tribunal inferior.

Rick Bennett y su coalición han dejado en claro que seguirán luchando en defensa de la ley aprobada por una amplia mayoría. “El pueblo ha hablado con una sola voz”, repiten.

Pero quienes se oponen también insisten que incluso una buena intención no puede justificar violaciones constitucionales. Un editorial publicado por el Portland Press Herald advertía que “no se puede combatir influencia con censura”.

El caso de Maine en el contexto nacional

La preocupación por la influencia extranjera no es algo exclusivo del estado de Maine. Diversos estados, incluyendo Texas, Minnesota y Florida, han discutido legislaciones similares desde 2020.

A nivel nacional, la FEC (Comisión Federal Electoral) ya prohíbe aportes directos de gobiernos o ciudadanos extranjeros en elecciones federales. Pero cuando se trata de elecciones estatales o referendos por proyectos específicos, los límites y fiscalización son considerablemente más débiles.

Especialistas como el profesor de derecho Richard Hasen, autor del libro “Election Meltdown”, advierten que la globalización y la digitalización han facilitado nuevas formas de intervención indirecta. “No se trata de si hay influencia extranjera, sino de cuánto y por qué canales”, asegura Hasen.

La paradoja democrática: proteger el proceso vs proteger la voz

Justo en el núcleo de esta controversia yace una paradoja: ¿cómo se puede proteger la democracia restringiendo formas de expresión —aunque sean corporativas— sin crear un precedente sobre limitaciones que puedan expandirse en el futuro a otros actores?

El tributo que se ha pagado por preservar el derecho a la libre expresión en Estados Unidos históricamente ha sido alto. La Primera Enmienda, aprobada en 1791, ha sido piedra angular incluso en casos altamente controversiales como el Citizens United v. FEC (2010), donde la Corte Suprema sostuvo que las corporaciones pueden gastar sin límites en campañas electorales, al considerar que ello constituía expresión política protegida.

La decisión fue duramente criticada por numerosos sectores, pues abrió la puerta para que “dinero oscuro” (donaciones no identificadas públicamente) inunde el sistema político a través de comités de acción política (PACs) y otras vías indirectas.

Maine como símbolo: ¿avance o retroceso?

El caso de Maine es, en muchos sentidos, un microcosmos de una batalla mayor que se libra en toda la nación. Una vez más, emerge el debate entre la forma de la democracia y su contenido: la soberanía popular frente a la legalidad constitucional, la voluntad del pueblo frente a la protección institucional.

Más allá del resultado de los tribunales, la iniciativa popular respaldada por un 86% de votos evidencia un fuerte deseo ciudadano de limitar el poder del dinero en la política, especialmente cuando este proviene de lugares remotos con intereses que no siempre coinciden con los locales.

¿Qué tipo de democracia queremos construir? Ese es el verdadero fondo de la cuestión. Y la respuesta no solo compete a jueces y legisladores, sino a toda una ciudadanía que observa cada vez con mayor desconfianza el rol del dinero —y quién está detrás de él— en sus decisiones colectivas.

Este artículo fue redactado con información de Associated Press