La guerra que no termina: China y Japón, 80 años después, siguen librando una batalla por la memoria
Mientras Japón opta por la solemnidad y la introspección, China despliega poderío militar para conmemorar la victoria en la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué nos dice esto sobre el presente y futuro de Asia?
Una conmemoración, dos narrativas
A ochenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial, China y Japón muestran al mundo cómo los recuerdos de aquel conflicto aún marcan sus identidades nacionales y políticas exteriores. Las conmemoraciones, aunque coinciden en homenajear el final de la guerra, difieren profundamente en tono y mensaje.
El 15 de agosto, Japón guarda silencio. En Tokio, el emperador Naruhito y el primer ministro participan de una ceremonia sobria en honor a las víctimas del conflicto, una tradición desde 1945 tras la famosa transmisión radial del emperador Hirohito anunciando la rendición. Por el contrario, China celebra el 3 de septiembre con desfiles militares, aviones de combate, tanques y misiles cruzando los cielos de Pekín. Esa fecha marca su Día de la Victoria sobre Japón, tras la firma de rendición en el USS Missouri en la bahía de Tokio el 2 de septiembre de 1945.
La herida abierta de la invasión japonesa
Entre 1931 y 1945, Japón invadió y ocupó vastas áreas de China en una serie de campañas brutales que mataron a millones de civiles. Algunas estimaciones, como las citadas por el "Memorial del Holocausto Asiático" en Nanjing, calculan hasta 20 millones de muertos chinos entre civiles y combatientes.
China no olvida esos años de sufrimiento. En Benxi, una ciudad del noreste chino, un museo relata la lucha de los combatientes de resistencia que sobrevivieron “inviernos despiadados” luchando contra los japoneses en cabañas de madera antes de retirarse a territorios soviéticos. Fue precisamente la entrada de la URSS a la guerra en agosto de 1945 la que precipitó la derrota japonesa en territorio manchú, sumándose a los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki.
La rendición que redefinió Japón
La historia se detuvo para los japoneses el 15 de agosto de 1945, cuando oyeron por primera vez la voz del emperador Hirohito. Su discurso —difícil de entender por su lenguaje arcaico y la mala calidad del audio— marcó el fin de la guerra para Japón. Takahisa Furukawa, profesor de la Universidad Nihon, explicó que el elemento crucial del mensaje era que venía del emperador, considerado entonces un dios viviente. Su voz fue decisiva para que los japoneses aceptaran la rendición.
Hoy, el evento anual es un momento de introspección nacional. Sin embargo, gestos como las visitas de ministros al controvertido Santuario Yasukuni —que honra a criminales de guerra convictos entre otros soldados caídos— generan protestas desde China y Corea del Sur, quienes ven el lugar como símbolo del militarismo japonés.
China: memoria, poder y geopolítica
Desde 2014, bajo el mandato de Xi Jinping, China ha redoblado sus esfuerzos conmemorativos, utilizando el recuerdo de la guerra como herramienta de cohesión nacional y legitimación del Estado. Según el historiador Rana Mitter, autor del libro Forgotten Ally, “la Segunda Guerra Mundial es ahora parte integral de la narrativa del Partido Comunista Chino para justificar su papel como salvador de la patria”.
En 2015, en el desfile del 70.° aniversario, asistieron dignatarios internacionales, entre ellos Vladímir Putin, reflejando la alineación estratégica sino-rusa frente al dominio occidental. En 2025 se prepara un acto similar aún más grande, en un contexto de crecientes tensiones con Japón sobre el mar de China Oriental y la militarización del Pacífico.
China no ha dudado en articular su memoria de la guerra con la crítica al rearme japonés. “Instamos a Japón a reflexionar verdaderamente sobre su culpa histórica y dejar de utilizar las tensiones regionales para justificar su expansión militar”, declaró recientemente Guo Jiakun, portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores chino.
La paradoja del pacifismo japonés
Tras la guerra, Japón adoptó una constitución pacifista bajo supervisión estadounidense. El famoso Artículo 9 renuncia a la guerra como herramienta de soberanía nacional. Pero el mundo ha cambiado desde 1945 y Japón ha comenzado a reinterpretar sus obligaciones constitucionales.
Desde 2015, con la reforma promovida por el entonces primer ministro Shinzo Abe, Japón ha ampliado el rol de sus Fuerzas de Autodefensa (SDF). En 2022, anunció un incremento presupuestario militar récord de $315.000 millones de dólares hasta 2027, con el objetivo de fortalecer su capacidad disuasoria frente al crecimiento militar de China y Corea del Norte.
No obstante, este rearme genera tensiones internas y externas. Mientras una parte de la población teme un regreso encubierto al militarismo, Beijing aprovecha el contexto para presentarse como víctima de un Japón “nacionalista” que no ha hecho suficiente para expiar sus crímenes de guerra.
Dos memorias, dos relatos históricos
El pasado sigue siendo un campo de batalla diplomático. En los libros de texto, los museos y los discursos políticos, Japón y China relatan la guerra de manera distinta. Mientras en Japón se habla de la derrota, la pérdida y la reconstrucción, en China se enfatiza la victoria sobre el imperialismo extranjero y la restauración de la soberanía nacional.
Para Japón, la guerra terminó en ruinas y con una nueva dependencia hacia EE. UU. Para China, aunque la victoria llegó con la ayuda aliada, también alimentó el mito fundacional del Partido Comunista, que capitalizó su papel en la resistencia para justificar la toma del poder en 1949.
Así, la guerra de hace ochenta años continúa luchándose en otro campo: el de la memoria.
Entre el recuerdo y la rivalidad estratégica
¿Por qué sigue importando tanto este pasado? Porque las heridas no han sanado. Y porque la tensión histórica alimenta una rivalidad geopolítica actual. China, cada vez más poderosa, desafía el statu quo establecido tras la guerra del Pacífico. Japón, receloso, se apoya en su alianza con EE. UU. para contrarrestar esa influencia.
Las llamadas de atención de China ante cualquier movimiento japonés hacia el rearme no son solo retórica. Forman parte de una estrategia más amplia para contener cualquier esfuerzo que debilite su supremacía regional.
Y es desde esa perspectiva que los desfiles, las visitas al Yasukuni y las ceremonias se cargan de significado político. No son solo actos de memoria, sino declaraciones de intenciones sobre el futuro del equilibrio de poder en Asia.
¿Un pasado sin reconciliación?
Los analistas coinciden en que la reconciliación entre Japón y China pasa por un entendimiento compartido del pasado, algo que, 80 años después, aún parece lejano. Las heridas se reabren con cada gesto, cada discurso, cada monumento. El recuerdo de Nanjing, la ocupación de Manchuria, los experimentos de la Unidad 731, el uso del “consuelo sexual” y la destrucción sistemática de ciudades chinas, pesa sobre cada intento de acercamiento diplomático.
Según un estudio del Pew Research Center (2023), el 74% de los chinos ve con desconfianza a Japón, mientras que un 61% de los japoneses teme a la creciente influencia de China. La historia nacional se escribe con desconfianza mutua.
Una región atrapada en el tiempo
Mientras las élites políticas continúan utilizando la memoria a conveniencia, el riesgo es que la región quede atrapada en un ciclo de desconfianzas que impida el avance conjunto hacia el desarrollo sostenible y la estabilidad.
Quizás, el primer paso hacia una reconciliación real sería una memoria más honesta y no instrumentalizada. Una en donde reconocer el dolor del otro no sea una amenaza, sino una frágil pero poderosa forma de construir paz. Como dijo el historiador chino Xu Yong: “Hasta que no logremos una historia compartida, la Segunda Guerra Mundial seguirá librándose, no con armas, sino con palabras”.