La muerte de Miguel Uribe Turbay: Ecos de la violencia política en Colombia

El asesinato del senador y candidato presidencial revive traumas del pasado e inquietudes sobre el presente democrático del país

Un país marcado por las balas

El miércoles, Colombia despidió entre lágrimas y homenajes a Miguel Uribe Turbay, senador y aspirante presidencial que falleció tras más de dos meses hospitalizado debido a las heridas de bala sufridas durante un acto político en Bogotá el pasado 7 de junio. La escena de su ataúd cubierto con la bandera nacional, flanqueado por familiares, congresistas y representantes diplomáticos, se convirtió en una imagen poderosa de la frágil política colombiana.

Uribe, de 39 años, murió víctima de un ataque que recordó a muchos colombianos épocas pasadas, donde la violencia política era una constante. El atentado ocurrió durante un mitin en un parque de un barrio obrero de la capital. Fue grabado desde múltiples ángulos, y los vídeos circularon ampliamente, generando miedo e indignación.

Un crimen sin respuestas claras

Hasta ahora, las autoridades han arrestado a seis personas, incluido un menor de edad que presuntamente disparó las balas fatales, dos de las cuales impactaron en la cabeza del senador. A pesar de estos arrestos, no se ha determinado quién ordenó el crimen ni sus motivos.

El presidente del Senado, Lidio García, declaró en el acto fúnebre: “Las balas que le quitaron la vida no solo rompieron el corazón de su familia, también reabrieron las fracturas de un país que aún no encuentra la paz.” Una frase que resume el sentimiento colectivo de una nación que no ha cerrado completamente las heridas de su historia violenta.

Un pasado familiar marcado por el conflicto

La muerte de Uribe resuena aún más intensamente por su propia historia personal. Su madre, Diana Turbay, fue una reconocida periodista asesinada en 1991 en un fallido rescate de la Policía tras su secuestro por sicarios del cartel de Medellín, liderado por Pablo Escobar. Tenía apenas cinco años cuando sucedió.

En una entrevista del 2024, Uribe recordó: “Si mi madre estuvo dispuesta a dar su vida por una causa, ¿cómo no podría hacer lo mismo en la vida y en la política?”. Su compromiso se convirtió en una prolongación de aquella tragedia familiar.

Una emergente figura opositora

Uribe había irrumpido con fuerza en el escenario político nacional como uno de los más críticos del gobierno de Gustavo Petro, el primer presidente de izquierda en la historia reciente de Colombia. En octubre de 2024, había anunciado su intención de competir en las elecciones presidenciales de mayo de 2026.

Analistas políticos lo veían como un puente entre sectores conservadores y clases populares urbanas, una figura que podría haber canalizado el hartazgo de sectores que no comulgan con el actual gobierno. La apuesta, sin embargo, quedó truncada por la violencia de siempre.

Reacciones divididas

La ausencia del presidente Petro y la vicepresidenta Francia Márquez en el funeral fue muy comentada. La familia de Uribe había pedido expresamente que no asistieran. Petro explicó en su cuenta de X (antes Twitter): “No vamos no porque no queramos, simplemente respetamos a la familia y evitamos que el funeral sea tomado por seguidores del odio.”

El gesto fue interpretado por algunos como prudente, pero para otros, significó un vacío institucional en un momento donde la unidad simbólica era esencial.

Heridas abiertas de violencia política

El magnicidio de Uribe se suma a una larga lista de asesinatos de figuras políticas en Colombia:

  • Jorge Eliécer Gaitán, líder liberal asesinado en 1948, cuyo asesinato desató “El Bogotazo” y la violencia bipartidista.
  • Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia asesinado por el narcotráfico en 1984.
  • Luis Carlos Galán, candidato presidencial liberal, asesinado en plena campaña en 1989, también reposando en el Cementerio Central donde Uribe fue enterrado.

La historia colombiana demuestra que cada ciclo de avances democráticos ha sido empañado por actos de terror contra voces prometedoras del cambio. El asesinato de Uribe no solo recuerda esto, sino que reaviva el temor de que la violencia vuelva a silenciar la política.

Impacto en la campaña presidencial

Con las elecciones a la vuelta de la esquina, el vacío dejado por Uribe puede reconfigurar el espectro político. Era visto como un posible contrapeso de centroderecha frente al candidato continuista de Petro o cualquier populismo emergente. Su ausencia puede abrir paso a figuras de menor perfil o radicales cuyo discurso se beneficie directa o indirectamente del martirio de Uribe.

Además, el suceso genera presión sobre el gobierno para garantizar la seguridad de los candidatos. La Misión de Observación Electoral ya ha advertido sobre amenazas crecientes a dirigentes locales desde 2023.

¿Retorno a la época más oscura?

La sociedad colombiana ha intentado dejar atrás los años donde los asesinatos de candidatos eran parte del calendario electoral. Durante la década de 1990, al menos cinco candidatos presidenciales fueron asesinados. El caso más emblemático, el del galanista Luis Carlos Galán, paralizó al país. Sin embargo, la percepción general era que esos tiempos se habían superado, especialmente después del proceso de paz con las FARC en 2016.

Según cifras del Observatorio de Memoria y Conflicto del CNMH, entre 1985 y 2018 ocurrieron más de 200 asesinatos de líderes políticos. Esta cifra ha disminuido en porcentaje, pero los episodios recientes hacen temer una recaída.

Más allá del duelo: una pregunta urgente

La sociedad colombiana no puede leer la muerte de Miguel Uribe como un hecho aislado, sino como el síntoma de un sistema político aún permeable a las balas. ¿Estamos haciendo lo suficiente para blindar la democracia?

Aunque seis personas están tras las rejas, falta lo esencial: saber quién dio la orden y por qué. Sin una respuesta clara, sin justicia real, el mensaje que queda es escalofriante: “Se puede aplacar una voz incómoda en Colombia con un arma, y seguir impune.”

El funeral de Uribe no debería ser el epílogo de otro nombre en una dolorosa lista; debería ser el inicio de una profunda reflexión nacional sobre cómo proteger el debate político, el disenso y, ante todo, la vida de quienes se atreven a liderar en medio de la adversidad.

“Rezar y llorar es parte del duelo; exigir justicia es parte de la democracia.”

Este artículo fue redactado con información de Associated Press