La militarización del orden público: Trump, la Guardia Nacional y una capital armada

La decisión de armar a la Guardia Nacional en Washington es el último capítulo en el creciente uso del poder militar para enfrentar problemas sociales bajo la administración Trump

Una capital cercada: tropas y fusiles

En una decisión que ha estremecido los fundamentos del rol militar en zonas civiles, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, ha ordenado que los efectivos de la Guardia Nacional desplegados en la ciudad de Washington ahora estén armados. Este movimiento representa una intensificación significativa de la estrategia del expresidente Donald Trump para controlar el crimen y la indigencia en la capital.

Desde la llegada de más de 2,000 miembros de la Guardia Nacional a la ciudad —800 provenientes del Distrito de Columbia y el resto enviados por seis estados liderados por gobiernos republicanos— la pregunta sobre el uso del poder militar para gestionar asuntos civiles se ha vuelto cada vez más apremiante.

En palabras de un funcionario que habló bajo condición de anonimato, "la ciudad fue notificada con anticipación sobre la intención de armar a los soldados,” aunque las razones exactas detrás del cambio de normativa no han sido explicadas en detalle por el Departamento de Defensa.

Orden público a punta de fusil

Hasta hace una semana, la Guardia Nacional había desempeñado un papel más bien pasivo: vigilancia de monumentos, control de multitudes y presencia disuasoria en puntos estratégicos como Union Station o el National Mall. Sin embargo, el nuevo marco indica que las tropas estarán armadas con armas reglamentarias, una medida que —según analistas— abre la puerta a potenciales confrontaciones y a una militarización alarmante de políticas públicas.

El uso de soldados armados para tareas de vigilancia civil se considera un tema tabú en la democracia estadounidense. De hecho, tanto el Ejército como el Departamento de Defensa se han mostrado tradicionalmente cautelosos en evitar que el personal militar participe en acciones policiales domésticas, salvo en casos de desastres naturales o disturbios extraordinarios autorizados explícitamente por el Congreso o el presidente.

¿Una ciudad sitiada políticamente?

La decisión del exmandatario de solicitar el despliegue de la Guardia Nacional vino acompañada de declaraciones populistas sobre el aumento del crimen y la falta de control en la capital, bastión tradicional de votantes demócratas. Trump señaló que actuaba para "proteger a los ciudadanos de la delincuencia y la anarquía".

No es la primera vez que Trump actúa en esa dirección. En junio de 2020, tras las protestas por el asesinato de George Floyd, ordenó el desalojo violento de manifestantes pacíficos del Parque Lafayette frente a la Casa Blanca con el uso de gases lacrimógenos, todo para tomarse una fotografía con una Biblia frente a una iglesia.

El patrón es claro: cada vez que se avivan las críticas a la gestión interna o problemas de imagen, Trump responde acrecentando su discurso de "ley y orden".

Legalidad y límites constitucionales

Más allá del debate moral, existen también cuestiones jurídicas. La Ley Posse Comitatus de 1878 prohíbe al Ejército intervenir en asuntos de orden público sin autorización expresa del Congreso, una norma que ha sido precisamente diseñada para evitar que el poder militar federal se utilice para reprimir a la ciudadanía.

No obstante, la Guardia Nacional opera en una zona gris: al ser cuerpos bajo control estatal pero federalizables, pueden —bajo ciertas circunstancias— ser activados por el presidente sin necesidad de aprobación parlamentaria. Eso es exactamente lo que ha hecho Trump en este caso, creando un precedente inquietante desde el punto de vista institucional.

¿Una estrategia electoral?

Para varios observadores, entre ellos el analista de seguridad nacional Malcolm Nance, esta es una “jugada electoral para mostrarse como una figura fuerte, aún más en tiempos de crisis económica y social”. En efecto, cada vez que la popularidad de Trump sufre un retroceso —ya sea por escándalos, investigaciones legales o crisis externas— se refugia en acciones hipermasculinas y militarizadas.

Recordemos que antes de las elecciones de 2020, sugirió usar al Ejército para controlar violentas agitaciones urbanas. E incluso llegó a considerar invocar la Ley de Insurrección de 1807, herramienta legal que le permitiría desplegar tropas regulares en ciudades estadounidenses.

Una tendencia preocupante: el precedente Sandy Hook

En este mismo marco de polarización sobre seguridad y armas, la Corte de Apelaciones del Segundo Circuito ratificó recientemente la legalidad de la prohibición de armas de asalto en Connecticut. Esta ley fue instaurada tras la trágica masacre en la escuela Sandy Hook de 2012, en la que murieron 20 niños y seis adultos.

El fallo de la corte afirmó que el interés público está por encima del derecho a poseer armas especialmente peligrosas y que es parte de la tradición legislativa estadounidense regular armas letales tras eventos masivos de violencia. “Los legisladores regulaban estas armas tras observar su letalidad sin precedentes”, señala la sentencia, evocando la Ley Nacional de Armas de Fuego de 1934 tras el uso criminal de la ametralladora Thompson.

Esta decisión refleja una visión contrastante con la lógica armamentista de la administración Trump, generando un choque entre dos visiones de la seguridad pública: una centrada en el control social mediante militarización, otra enfocada en la prevención estructural del acceso a armas letales.

En medio de todo, el silencio institucional

Preguntados sobre su participación en operaciones represivas, los portavoces de la Guardia Nacional y del grupo táctico militar desplegado en la ciudad no han ofrecido declaraciones. La opacidad, de por sí ya preocupante, se agrava sabiendo que miles de soldados ahora patrullarán con armas listas para ser utilizadas, en un entorno urbano denso y complejo.

Actualmente, las fuerzas armadas estadounidenses están entrenadas para escenarios de guerra, no para gestionar la convivencia en ciudades multiculturales y superpobladas. Cuando la línea entre ejercer la autoridad y reprimir se difumina, es inevitable preguntarse: ¿quién está protegiendo a quién?

La militarización como herencia política

La postura de Trump entronca directamente con una tendencia global donde líderes autoritarios utilizan el poder militar como atajo para imponer el orden sin pasar por el consenso democrático. Países como Brasil, Filipinas o Rusia han vivido capítulos similares, con presidentes que apelan al uniforme como carta política ganadora frente a la inseguridad o disidencia social.

Estados Unidos, por tradición, se ha mostrado reacio a tales modelos. Pero lo que ocurre hoy en Washington sugiere que las barreras simbólicas comienzan a resquebrajarse. El riesgo es claro: una democracia puede erosionarse más por decisiones ejecutivas cotidianas que por un golpe de Estado abierto.

Una visión crítica desde dentro: Bolton y la voz disidente

No solo los opositores demócratas han alzado la voz. John Bolton, exasesor de Seguridad Nacional de Trump, ha denunciado repetidamente en entrevistas recientes la deriva autoritaria del expresidente. Desde criticar la pasividad ante Rusia hasta escarbar los motivos electorales detrás de sus decisiones geopolíticas, Bolton representa un ala republicana que ve en Trump una “amenaza para la seguridad nacional y la estabilidad democrática”.

En una entrevista con CBS News, Bolton lanzó una advertencia contundente: "Putin claramente ganó en Alaska; Donald ha vuelto como un viejo amigo dispuesto a ceder más de lo necesario para asegurar su imagen".

Washington, campo de pruebas del autoritarismo blando

Hoy, la capital estadounidense —símbolo histórico de la democracia— se ha transformado en un extraño laboratorio donde se prueba una fórmula peligrosa: milicias federales, decisiones unilaterales y un clima de creciente tensión social.

Muchos ciudadanos, activistas e incluso algunos políticos se preguntan: ¿qué mensaje se envía al país y al mundo armando soldados enfrente del Capitolio?

La respuesta es inquietante. Y la historia nos ha enseñado que la combinación de miedo, populismo e impunidad institucional rara vez termina bien.

Este artículo fue redactado con información de Associated Press