Viviendo en las sombras: el impacto humano de las redadas migratorias en Los Ángeles

La vida cotidiana de comunidades inmigrantes en el condado más poblado de EE.UU. marcada por el miedo, la resiliencia y la solidaridad

Una ciudad bajo vigilancia discreta

En medio del sol radiante de California y el bullicio incesante de Los Ángeles, una realidad más oscura e invisible ha tomado fuerza: las difíciles condiciones bajo las cuales viven decenas de miles de inmigrantes en situación irregular, especialmente desde que se intensificaron las redadas migratorias hace tres meses. Estas operaciones, llevadas a cabo por agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), han cambiado profundamente la dinámica del condado de Los Ángeles, donde el 35% de sus más de 10 millones de residentes son nacidos en el extranjero.

Con la administración Trump priorizando arrestos indiscriminados de personas sospechosas de vivir ilegalmente en el país, las comunidades migrantes viven bajo vigilancia constante y temor, pero también unen fuerzas y muestran resiliencia que desafía los pronósticos.

El rostro humano del miedo

Las historias se repiten en vecindarios como Van Nuys, MacArthur Park o Plaza Olvera. Vendedores ambulantes como Francisca echan discretas miradas a su alrededor mientras despachan jugos frescos; niñas pequeñas como Anaise se aferran a las piernas de sus madres mientras estas operan una máquina de coser; y jóvenes como Diego García fingen sonrisas mientras dan la bienvenida a turistas, ocultando el miedo de llegar a casa y no encontrar a sus padres.

“No se trata solo de sobrevivir, sino de no ser olvidados.” — Francisco, activista local amistoso con los jornaleros.

Algunos niños, como Brandon, de apenas 10 años, visten máscaras para evitar ser identificados en protestas. Él teme la deportación de sus compañeros o familiares. La crianza se convierte en una actividad comunitaria, donde tíos, abuelos y vecinos ocupan el espacio que los padres detenidos o deportados dejan atrás.

El silencio de los espacios públicos

Lo llamativo no es solo lo que se dice en estos barrios, sino lo que ya no se dice. Las conversaciones han cambiado de idioma y tono; el español sigue siendo predominante, pero ahora viene envuelto en susurros y eufemismos. Donde antes se escuchaban carcajadas y música ranchera, ahora solo se escuchan helicópteros o camiones marcados por siglas federales.

En las afueras de centros laborales como el Home Depot de Van Nuys, pancartas advierten a los agentes de ICE que no pueden entrar sin una orden judicial. Los jornaleros se organizan con silbatos para alertar de su presencia. Antonio, inmigrante guatemalteco, corre riesgos cada día: “Estoy vigilante, pero no pienso esconderme. Tengo que mantener a mi familia.”

La economía «al margen»

Muchos inmigrantes siguen saliendo a trabajar simplemente porque no pueden permitirse lo contrario. La renta, la comida, la medicina… todo sigue costando lo mismo. Si bien algunos negocios han cerrado o reducido sus horarios, otros como tiendas de costura o carritos de tacos han ajustado sus horas para operar en la noche, fuera de la vigilancia diurna.

Juan Manuel, dueño de un taller de costura, mantiene el portón cerrado desde adentro. Solo abre a conocidos. Mientras él y su esposa trabajan, sus hijas juegan cerca de la máquina de coser, privadas de un verano normal por miedo a redadas en programas escolares públicos.

La vida espiritual y comunitaria como refugio

La iglesia ha retomado un rol protagónico. Sacerdotes católicos llegan a ofrecer comunión a domicilio y crear redes seguras dentro de congregaciones. La oración, la solidaridad y el ocultamiento de información básica —como nombres reales o lugares de encuentro— se han vuelto esenciales.

“La comunión llega a la cocina de quienes no pueden arriesgarse ni a ir a misa”, dice padre Rafael, párroco en Koreatown. “Y las confesiones no sólo son espirituales, también humanas: miedos, angustias, secretos de supervivencia”.

El arte como denuncia y memoria

Uno de los elementos más impactantes de esta nueva normalidad fue la instalación artística frente al edificio federal de Los Ángeles, el pasado 17 de julio de 2025. Consistía en figuras humanas representando la detención de inmigrantes y fotografías en blanco y negro de personas deportadas. Este acto fue un grito visual contra la invisibilidad y el silencio que se intenta imponer al tema migratorio.

Artistas, defensores de derechos humanos y poetas se unieron en una manifestación que también invitó a la sociedad estadounidense a tomar posición: ¿seguirá permitiendo la criminalización de comunidades enteras en nombre de una seguridad supuesta?

«Fear is just an inconvenience»

Esa cita la repiten comerciantes, migrantes, activistas y niños. “El miedo es solo una incomodidad”, porque esa emoción se ha vuelto tan común como comer o dormir. La familiarización con el temor no lo elimina, pero reduce su capacidad de paralizar. Diego García, mesero adolescente en Plaza Olvera, lo repite cada día como mantra. Él dice esperar volver de clase y seguir encontrando a sus padres. Por eso, en lugar de bajar la guardia, los vecinos han activado redes de vigilancia mutua.

  • Grupos de WhatsApp alertan sobre patrullas.
  • Talleres legales enseñan cómo actuar ante detenciones.
  • Vecinos documentan incursiones desde balcones para registrar posibles abusos.

La bandera de EE.UU. colgada al revés, afuera del Metropolitan Detention Center, queda como símbolo: país en peligro. Pero también mensaje de esperanza, porque quienes la cuelgan lo hacen con amor y dolor por el país en el que creen poder construir un futuro.

Solidaridad en movimiento

Las redadas no solo están afectando a migrantes sin documentos, sino también a ciudadanos naturalizados y residentes legales. Esto ha provocado una experiencia colectiva. Personas como Guillermo Trejo, que juega cartas en los parques mientras su comunidad organiza demostraciones, ayudan a reforzar el tejido social que se rompe con cada detención.

“Este no es solo un ataque contra inmigrantes, es una fractura del alma de la ciudad”, afirma Clara Mendoza, trabajadora social. “Pero la ciudad responde, y responde con amor, arte, comida compartida y mucha vigilancia compartida”.

La imagen de Hector, vendedor de comida esperando clientes a la sombra de la incertidumbre, refleja tanto la fragilidad como la dignidad de quienes no se permiten desaparecer.

¿Y ahora?

Miles de personas en Los Ángeles han aprendido a vivir entre helicópteros, cámaras de vigilancia y agentes vestidos de civil. Pero han aprendido, también, a resistir. Las cámaras enfocan menos, pero los ojos y corazones de una comunidad que se niega a desaparecer brillan ahora más que nunca.

“Aquí estamos, seguimos aquí, y no nos vamos.”

Este artículo fue redactado con información de Associated Press