El hambre silenciosa de Venezuela: niños con dolores de cabeza y escuelas sin almuerzo

La crisis alimentaria que nadie ve: cómo familias venezolanas sobreviven a base de arroz y esperanza mientras las ayudas desaparecen

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Una tragedia invisible que golpea a los más vulnerables

En medio del calor sofocante de Coro, Venezuela, Alnilys Chirino organiza las pocas provisiones que conserva: un kilo de arroz, medio kilo de frijoles, algunas hierbas marchitas y una lata de carne. Esta escena, aunque aterradora, es común en la Venezuela de 2025. Tras más de una década de colapsos económicos, sanciones internacionales y recortes de subsidios, el país atraviesa una crisis alimentaria que, aunque no llegue al umbral oficial de hambruna, deja secuelas profundas, especialmente en los niños. Según el Observatorio Venezolano de Finanzas, el precio de una canasta básica de alimentos ha superado los $500, mientras que el salario mínimo mensual se mantiene en escandalosos $0.90, una cifra muy por debajo del umbral de pobreza extrema que establece la ONU: $2,15 diarios. Esta desconexión entre ingresos y costos básicos convierte cada día en una batalla por la supervivencia.

«¿Qué vamos a comer mañana, mamá?»

Chirino vive con sus tres hijos adolescentes, quienes como muchos otros jóvenes venezolanos, ven cómo el hambre es ya parte de su rutina diaria. Cada comida se calcula al gramo, y la carne se ha transformado en un lujo del pasado. Las únicas fuentes de ingresos de la familia son la venta de ropa usada por la madre (unos $70 mensuales) y un estipendio gubernamental de $4 al mes. Todo se destina a alimentos. El desayuno más común: pan con agua o alguna bebida con azúcar. La proteína animal ha desaparecido casi por completo de la dieta familiar desde mayo. Como resultado, dolores de cabeza y fatiga son constantes entre los chicos. “Es su alimentación”, dice Chirino. “Ellos lo saben, pero qué se puede hacer.”

Las escuelas: promesas vacías de almuerzos

La ley venezolana garantiza un almuerzo gratuito diario para todos los estudiantes. En la práctica, eso no se cumple. Las escuelas, muchas veces sin dotación desde hace semanas, ruegan a los padres no mandar a los niños si no han comido previamente.
“Hay niños que se desmayan en clase. Otros se pelean por las sobras en los comedores escolares”, señala una directora de escuela en Falcón.
Cocineras como Deyanira Santos describen escenas desgarradoras: niños que piden repetir dos o tres veces los pocos alimentos disponibles, y otros que suplican llevarse comida para sí o para sus hermanos en casa.

«Comer es carbohidrato»: el declive nutricional

Los médicos y expertos en nutrición coinciden en que la primera víctima de la inflación es la proteína. Las familias reemplazan carne, huevos o leche por arroz, harina y pasta. Este cambio tiene efectos devastadores entre los niños, que sufren de anemia, desnutrición crónica, bajo crecimiento y deterioro cognitivo. El Dr. Huniades Urbina, pediatra y exdirector del Hospital de Niños J.M. de los Ríos, asegura que “el hambre está invisibilizada porque el gobierno prohíbe a los hospitales públicos registrar malnutrición como diagnóstico clínico”. Sin datos oficiales, la magnitud del problema se diluye en el ruido político.

Los comedores populares: últimos refugios

Aunque muchas ONG han sido cerradas o severamente limitadas por leyes gubernamentales, algunas iglesias aún mantienen sus cocinas abiertas. Un ejemplo es la parroquia de Chirino, en Coro, que ofrece almuerzo los fines de semana a más de 70 niños. El menú: una arepa con carne molida y plátano, suficiente para que los niños coman en silencio y hasta compartan con compañeros sin comida, como un niño que, sin dudarlo, parte su arepa en dos y la entrega a un amigo. La solidaridad como último recurso.

Ayuda internacional en retroceso

En 2021, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de la ONU logró negociar una entrada al país para atender las necesidades más urgentes. Priorizaron regiones críticas como Falcón. Sin embargo, en 2025, la ayuda ha mermado drásticamente por problemas de financiamiento internacional. “Ya ni el PMA nos da comida todos los días. Pasamos de 20 días al mes a solo ocho”, afirma Yamelis Ruiz, madre de una niña con una condición cerebral que requiere tratamientos costosos. Para sus familiares, cada moneda cuenta: “O compro comida, o compro medicinas”.

Las tiendas de barrio: la red informal de supervivencia

Con supermercados inaccesibles por sus precios, los venezolanos optan por las tiendas de esquina —bodegas donde se puede comprar a crédito. Diego Reverol, dueño de una de estas tiendas, cuenta: “Les fiamos a vecinos de confianza. Nos pagan cuando cobran su bonificación o salario”. Esta forma de comercio se ha convertido en un salvavidas para quienes, como Chirino, necesitan comprar arroz un día, harina al siguiente y algo de sal el tercero. Un sistema fragmentado de compras diarias según la necesidad inmediata y la disponibilidad de efectivo.

El declive de la ayuda local también golpea

El régimen de Nicolás Maduro ha endurecido las restricciones contra las ONG a través de leyes que buscan controlar las ayudas y castigar a organizaciones independientes. Las cocinas solidarias, antes abundantes, han ido cerrando sus puertas. Aunque el gobierno tiene un sistema de subsidios controlado por el partido oficialista, la mayoría de ciudadanos entrevistados en Falcón no ha recibido esos alimentos desde la primavera.

La economía en ruinas

Desde que comenzó la hiperinflación en 2017, el bolívar ha perdido más del 99% de su valor. Aunque el país ha «dolarizado» parcialmente su economía, la mayoría de los ciudadanos no tiene acceso a dólares. Esto ha generado una brecha tremenda entre quienes trabajan para el gobierno y aquellos en la economía informal. Según cifras del Observatorio Venezolano de Finanzas:
  • El salario mínimo actual ($0.90) cubre menos del 0.2% del costo de una canasta básica para una familia de cuatro personas.
  • El ingreso promedio del sector público es de $160 mensuales; el del sector privado ronda $237.
El resultado es predecible: hambre, resignación y una generación de niños expuesta a problemas irreversibles de salud.

Religión, fe y hambre

Chirino, una mujer profundamente religiosa, encuentra en la misa y el comedor de su parroquia no solo comida, sino un símbolo de resistencia espiritual. Aunque algunas veces no come para dejar más alimentos para su familia, cada pequeño acto de bondad —como compartir una arepa— le recuerda que no están solos. “No quiero quitarle comida a un niño”, comenta, mientras se guarda media arepa para su hijo José, quien se la arrebata con ansiedad.

¿Hay salida?

La situación es crítica. Mientras el régimen insiste en narrativas de recuperación que no se reflejan en la calle y la ayuda internacional disminuye, el pueblo se hunde más en la desesperanza. Ocho de cada diez venezolanos vive en situación de pobreza. Las soluciones pasan por un cambio estructural, apertura al trabajo de ONG y la cooperación mundial. Pero mientras tanto, en una cocina en Coro, una madre vuelve a contar frijoles para que el arroz dure un poco más. “Solo necesito que coman una vez más hoy”, se dice. Porque en Venezuela, sobrevivir ya es una hazaña.
Fotografía destacada:
Una estudiante comparte su desayuno con una compañera en una escuela de Coro, Venezuela. (Foto: Ariana Cubillos)
Este artículo fue redactado con información de Associated Press