El lado oscuro del código: cómo las tecnológicas de EE.UU. ayudaron a construir el estado de vigilancia chino
Una investigación revela la profunda implicación de empresas estadounidenses en la creación de un sistema de vigilancia masiva que anula libertades y derechos humanos en China
El inicio de la era del control digital
A finales del siglo XX, cuando el gobierno chino buscaba modernizar su aparato de seguridad tras décadas de turbulencias políticas, encontró un socio inesperado: grandes empresas tecnológicas de Estados Unidos. En ese entonces, IBM, Dell, Cisco, Oracle, Microsoft y muchas otras vieron en el mercado chino una oportunidad dorada. Pero lo que empezó como una colaboración técnica acabó convirtiéndose en la base de uno de los sistemas de vigilancia más sofisticados del mundo.
Una investigación periodística exhaustiva ha desvelado cómo estas compañías ayudaron a diseñar, estructurar y alimentar tecnológicamente el sistema de vigilancia que hoy encierra digitalmente a decenas de millones de chinos —en especial a minorías como los uigures— y que extiende su sombra sobre todo aquel considerado "problemático": campesinos despojados, activistas, periodistas o simples denunciantes.
La gran caja de herramientas: de software policial a reconocimiento facial
Uno de los pilares de este engranaje fue el programa i2 Analyst Notebook, desarrollado inicialmente por IBM. Esta herramienta, pensada para combatir el crimen y el terrorismo, fue exportada a China, donde fue adaptada para identificar disidentes, religiosos, o individuos con "conductas extrañas".
Empresas como Dell, HP, Oracle, Intel y NVIDIA aportaron a su vez componentes cruciales: desde sistemas de reconocimiento facial y análisis de ADN, hasta software en la nube que gestionaba bases de datos gigantescas alimentadas por miles de cámaras, micrófonos, dispositivos móviles e incluso consumos de agua o electricidad.
El sistema, conocido como Escudo Dorado (Golden Shield), permite lo que los expertos llaman vigilancia pre-delictiva: basándose en patrones y algoritmos, policías pueden detener a personas consideradas una “amenaza potencial”, incluso antes de que haya algún indicio de ilegalidad.
Casos reales: vidas atrapadas por el algoritmo
Los testimonios reunidos son escalofriantes. La familia Yang, agricultores del este del país, lleva más de 15 años sufriendo persecuciones a raíz de protestar por la expropiación ilegal de sus tierras. Grabados dentro de su hogar, interceptados en sus rutas hacia Beijing y vigilados 24/7 por cámaras apuntando directamente a su casa, su existencia se rige por el miedo. Algunos de sus miembros han sido detenidos, golpeados o desaparecidos bajo cargos vagos como “protesta anormal”.
En Xinjiang, región habitada por la minoría uigur, más de un millón de personas han sido enviadas a campos de detención entre 2017 y 2020. Allí, una plataforma llamada IJOP (Integrated Joint Operations Platform) recopilaba información como si alguien tenía una barba “sospechosa”, hacía llamadas internacionales o era menor de 55 años siendo uigur. Todo alimentado por tecnologías estadounidenses.
Un ingeniero exiliado relató a los investigadores haber presenciado cómo el software clasificaba a personas como “no fiables”, desencadenando detenciones masivas impulsadas por inteligencia artificial. "Pensé que era el fin de la humanidad", declaró.
Las empresas: excusas y silencio
Las tecnológicas implicadas, como IBM, Microsoft o Seagate, afirman cumplir con la legislación estadounidense y aclaran que muchos de estos contratos son “obsoletos” o realizados por terceros. Sin embargo, múltiples documentos internos contradicen estas afirmaciones.
Según un informe de Freedom House, la libertad en internet ha disminuido por décimocuarto año consecutivo en 2024. Y si bien China lidera el ranking global como el país menos libre digitalmente, su modelo está siendo replicado por gobiernos autoritarios e incluso democráticos que buscan controlar el discurso en línea bajo justificaciones como “combatir la desinformación” o “proteger la seguridad nacional”.
Exportando el autoritarismo
El llamado modelo Xinjiang no se limita a suelo chino. El gobierno de Xi Jinping ha exportado esta tecnología a países como Irán, Rusia o Venezuela. Las cámaras, bases de datos, software de vigilancia y sistemas biométricos “Made in USA” han sido la base sobre la cual empresas chinas construyen ahora sus propios sistemas represivos.
“Todo empezó con tecnología occidental”, asegura Valentin Weber, del Consejo Alemán de Relaciones Exteriores. “China no tenía esa capacidad al inicio. Se la dimos.”
Además, documentos revelan que después de la entrada en vigor de sanciones y restricciones en 2019, la venta de algunos componentes continuó a través de distribuidores locales o enmascarada como “tecnología de propósito general”.
La distopía como presente: automatizando la represión
En comunidad tras comunidad, las plataformas conectadas etiquetan a las personas: "asiste a la mezquita", "viaja de noche", "amigo de detenido". Una vez marcada, una persona puede ser vigilada, agujereada digitalmente, y detenida sin acusación formal. En los campamentos, los prisioneros son obligados a mirar propaganda, renegar de su fe, hablar en mandarín, y ser grabados constantemente incluso en el baño.
Kalbinur Sidik, exfuncionaria de Xinjiang, recuerda cómo se le ordenó espiar a sus vecinos. En la pantalla del programa de Landasoft —una copia del i2 de IBM— apareció una larga lista de nombres marcados como “potencialmente peligrosos”. El botón decía: “Enviar alerta”.
“Sabía que esas personas desaparecerían”, recuerda con voz quebrada.
Consecuencias humanas (y económicas)
Para muchas víctimas, la distopía digital no sólo es psicológica. Es física. Son detenciones, desapariciones, pérdida de empleos, aislamiento social y familiar. Todo a costa, también, del erario público: la familia Yang, por ejemplo, recibió documentos en los que se estima que obligarlos a desistir costó al Estado alrededor de 37,000 dólares.
En paralelo, empresas como Thermo Fisher, Dell y VMWare promocionaban sus productos como hechos a medida para “etnias específicas”, como los uigures y los tibetanos. Material promocional apuntaba abiertamente a que sus cámaras y sistemas podían detectar conexiones entre miembros de “cultos”, como Falun Gong, mencionando expresamente frases del Partido Comunista Chino como “control de reuniones anómalas”.
¿Y ahora qué?
Algunos ejecutivos han abandonado sus empresas. Varios abogados aseguran que las ventas excavadas por la investigación podrían violar al menos el espíritu de las leyes de exportación estadounidenses. Y aunque los contratos se han reducido por presión internacional, su legado ya está instalado.
China exporta este modelo, mientras que otros países, como India o Nepal, han comenzado a replicar sus pasos con leyes que exigen que las plataformas digitales registren a sus representantes locales, prohíban contenido por motivos vagos y colaboren con el gobierno. Y lo mismo se ve en democracias con preocupantes tendencias autoritarias.
Como advirtió una joven exiliada: “Hoy somos los chinos quienes sufrimos las consecuencias, pero tarde o temprano, los estadounidenses y otros también perderán sus libertades”.
La estrecha danza entre la tecnología, los negocios y los derechos humanos aún está lejos de resolverse. Pero el caso de China sirve como una advertencia lúgubre sobre qué ocurre cuando dejamos que algoritmos sin escrúpulos dicten quién merece vivir en libertad.