De luto, pero con esperanza: el rostro humano detrás de la violencia armada en EE.UU.
La historia de Harper Moyski, una niña de 10 años asesinada en una iglesia de Minneapolis, y el reclamo desgarrador de una comunidad cansada de balas
Una tragedia que sacudió el corazón de Minneapolis
En un país marcado por el constante goteo de noticias sobre tiroteos masivos, la historia de Harper Moyski, de apenas 10 años, duele con una intensidad particular. El pasado 27 de agosto, en plena misa en la iglesia católica Annunciation en Minneapolis, un exalumno armado entró y disparó más de cien veces a través de los vitrales del templo. El saldo: dos niños muertos —Harper y Fletcher Merkel, de 8 años— y 21 personas heridas.
Aunque las estadísticas convierten estos eventos en una rutina escalofriante, cada nombre suma una pérdida humana irreparable. En este caso, la comunidad se reunió en un anfiteatro frente al lago para celebrar la vida de Harper —una niña descrita como feroz, curiosa, divertida y absolutamente única— y rechazar la normalización de la violencia armada.
La voz de una madre: "Ella fue una luz en la oscuridad"
Jackie Flavin, madre de Harper, se enfrentó al abismo emocional del duelo con una mezcla de vulnerabilidad y fuerza, frente a una multitud que compartía su dolor. “Su apoyo nos ha levantado cuando la vida nos dejó en el fondo del océano, donde la presión es aplastante y todo está a oscuras”, dijo, conteniendo las lágrimas.
Harper amaba a los perros y soñaba con ser veterinaria. Pero más allá de eso, Jackie la recordó como alguien que “no se rebajaba”, que tenía su propio estilo, su propia voz. "No pedía permiso para ser ella misma. Era 'extra' en el mejor sentido de la palabra. Siempre iba por la versión premium, por la cucharada extra de helado".
El silencio de una nación ruidosa en armas
Desde la masacre en Columbine en 1999, más de 300 tiroteos se han registrado en escuelas de EE.UU., según Gun Violence Archive. En 2023 solamente, hubo más de 565 tiroteos masivos, una definición que implica cuatro o más víctimas. Esta epidemia de violencia parece resistirse a todo intento de reforma legislativa significativa, atrapada entre intereses políticos, lobby armamentista y una sociedad polarizada.
“¿Cómo puede seguir esto pasando?”, preguntó con rabia uno de los asistentes. "¿Cuántos más deben morir antes de que dejemos de discutir y empecemos a actuar?".
Religión, trauma y comunión frente al horror
Que estos hechos ocurrieran dentro de una iglesia no es un detalle menor. El templo —un espacio tradicionalmente asociado con protección, paz y fe— se convirtió en escenario de una pesadilla. En EE.UU., incluso los espacios de culto han dejado de ser inmunes al fuego cruzado.
El rabino Jason Rodich, miembro del entorno familiar ampliado, participó en la ceremonia de homenaje y en sus palabras trazó una ruta hacia la sanación sin caer en la furia. “Alejémonos del terreno incendiado de las redes sociales. Volvámonos, aunque sea un poco, hacia el alma que tenemos al lado. Hagámoslo por Harper. Hagámoslo por nosotros”.
Un sistema que permite al agresor ser una sombra
El atacante, Robin Westman, de 23 años, era un exalumno del colegio católico asociado a la iglesia. Estaba armado con un fusil, una pistola y una escopeta. Los detectives reportaron que se quitó la vida en el lugar, poniendo fin a su ataque con un disparo autoinfligido. Su motivo continúa siendo investigado, pero lo cierto es que tuvo acceso a armas letales y munición de guerra a pesar de sus antecedentes escolares.
Un informe del FBI indica que en el 77% de los tiroteos escolares masivos, el agresor tiene algún tipo de vínculo con el establecimiento: exalumno, empleado o estudiante actual. Sin embargo, poco se hace para fortalecer las redes de salud mental y control de armas. La policía dijo que Westman disparó más de cien veces, lo que deja en evidencia la potencia del arsenal al que tuvo acceso.
Una sociedad que se está acostumbrando al horror
Este es quizás el aspecto más perturbador para muchas personas que asistieron al homenaje de Harper: la creciente sensación de que estos eventos se están volviendo comunes. En lugar de una respuesta nacional firme tras cada nuevo suceso, los titulares duran unos días y luego desaparecen de los reflectores.
“No podemos permitir que esto se convierta en normalidad”, dijo uno de los docentes de la escuela de Harper. “Estamos hablando de niños. Ni siquiera habían empezado a vivir”.
El simbolismo de Harper: una chispa en la noche
Más allá del dolor, la figura de Harper ha adquirido ya un valor simbólico. Su madre instó a los presentes a vivir con autenticidad, tal como lo hacía su hija. “La mejor manera de honrarla es no rebajarse nunca más. Todos tenemos una chispa. Ella nos mostró cómo encenderla.”
El mensaje final del acto fue claro: este homenaje no es una conclusión, sino un llamado. Un recordatorio de que cada pérdida es una oportunidad —aunque sangrienta— para exigir un viraje. Que sea Harper, con su risa inolvidable y su valentía precoz, quien nos obligue a ver lo que estamos permitiendo como sociedad.
¿Y ahora qué? El miedo en las aulas sigue
Mientras los funerales se suceden y las redes sociales explotan en condolencias, en miles de escuelas estadounidenses continúa el miedo cotidiano. Simulacros de tiroteo forman parte del plan académico. Mochilas antibalas se venden en Amazon. Padres despiden a sus hijos cada mañana sin saber si volverán.
“No debería ser necesario un milagro para que tu hija regrese de la escuela”, dijo Flavin. Y no es solo un clamor de madre. Es, a estas alturas, un rugido de una nación entera.
Una sociedad al borde: ¿resistiremos más?
Hoy, más que nunca, América debe mirar a los ojos a su propia decadencia y preguntarse: ¿cuánto más estamos dispuestos a tolerar? ¿Qué tipo de sociedad hemos creado que no puede proteger ni siquiera los lugares sagrados ni a sus hijos más indefensos?
Harper, con su ternura sin filtro y su espíritu feroz, merece ser recordada así: no solo como una víctima más, sino como la chispa que puede encender un movimiento. Una revolución sin armas, basada en humanidad, valentía y una promesa: nunca más otro niño muerto en su iglesia, en su aula, en su hogar.