Monarquía y poder blando: el arte británico de cortejar presidentes

La histórica segunda visita de Estado de Donald Trump al Reino Unido revela cómo la monarquía británica sigue siendo una potente herramienta diplomática

Un escenario digno de un guion cinematográfico

El majestuoso Castillo de Windsor, con casi 1,000 años de historia, se transforma una vez más en el epicentro de la pompa y ritual británicos mientras el país se prepara para recibir a un invitado muy peculiar: el presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, en su histórica segunda visita de Estado. Este gesto, nunca antes ofrecido a un mandatario extranjero, pone de manifiesto cómo el Reino Unido sigue explotando con maestría la fuerza de su monarquía como instrumento de poder blando en tiempos inciertos.

La diplomacia vestida con tiaras y candelabros de plata

La visita no es simplemente una oportunidad para desplegar los lujos de la realeza —carrosas tiradas por caballos, bufandas militares perfectamente sincronizadas y banquetes servidos sobre vajilla de más de 200 años—, sino que es, ante todo, una maniobra estratégica. Malcolm Farr, historiador británico de la Universidad de Newcastle, apunta acertadamente: “Puede que el impacto del poder blando sea difícil de cuantificar, pero contribuye a inclinar la balanza del diálogo hacia una cooperación más receptiva.”

Una muestra de esta diplomacia simbólica se refleja en los preparativos meticulosos para la cena de gala: la famosa Mesa de Waterloo, de casi 50 metros de longitud, puesta con más de 4,000 piezas del servicio de plata dorada Grand Service, cada una colocada según una etiqueta protocolar que tarda cinco días en ejecutarse. Y es que la monarquía británica es la personificación de un pasaporte diplomático de lujo.

El precedente histórico de las visitas de Estado

Durante las siete décadas del reinado de Isabel II, el Castillo de Windsor fue testigo de recepciones a una gama tan diversa de líderes mundiales como Nicolae Ceauşescu, dictador de Rumanía, y Nelson Mandela, icono de la reconciliación sudafricana. Pero lo fascinante es cómo estas recepciones siempre fueron algo más que un acto ceremonial. Representaban oportunidades políticas, cuidadosamente orquestadas a través de la monarquía, para recompensar aliados o influir en decisiones internacionales cruciales.

La relación especial con Estados Unidos ha sido particularmente fértil para este tipo de diplomacia monárquica. Cada uno de los últimos cuatro presidentes estadounidenses ha sido invitado a Windsor, pero ni siquiera Barack Obama tuvo el privilegio de una segunda visita de Estado. Con Trump, la estrategia es clara: halagar al presidente con una estética que él no solo admira, sino que intenta emular.

Trump, un admirador declarado de la realeza

Tal como comentó el historiador real Robert Lacey, consultor de la serie The Crown: “No vendría si no pudiera quedarse en Windsor, ver los vestigios de la reina que tanto admiraba, y conocer al rey.” Trump, cuya madre nació en Escocia y era ferviente admiradora de la monarquía, ve en estos actos algo más profundo que una cortesía diplomática: lo ve como un reconocimiento a su estatus en el escenario global.

Al recibir una carta personal del rey Carlos III con la invitación, Trump la mostró en televisión con evidente orgullo. En sus propias palabras: “Es un gran honor... en Windsor. Eso sí que es cosa seria.” Y es que, para un presidente que decoró la Oficina Oval con molduras doradas y sueña con un salón de baile en la Casa Blanca, pocas cosas son tan atractivas como un banquete real.

Tiaras y tratados: ¿Cuál es el interés británico?

Detrás del despliegue de fastuosidad no hay ingenuidad: el Reino Unido tiene intereses bien definidos. En 2020, buscaba respaldo estadounidense mientras renegociaba su relación comercial tras el Brexit. Hoy, el gobierno británico —ahora bajo la batuta del Primer Ministro Keir Starmer— busca apoyo estratégico ante el avance militar de Rusia en Ucrania y una redefinición del comercio bilateral.

Ante la posibilidad de un entorno internacional cada vez más impredecible, Londres apuesta nuevamente por la fórmula que ha funcionado durante siglos: conquistar al invitado con etiquetas, himnos, y copas de cristal. Como lo expresó Hugo Vickers, biógrafo de la realeza: “Las tiaras estarán presentes en todo su esplendor. Todo lucirá magnífico.”

El protocolo como arma geopolítica

Desde la marcha real hasta la exhibición de documentos históricos —entre ellos, probablemente la Magna Carta—, la visita tiene como objetivo reforzar esa narrativa compartida entre ambas naciones. Estados Unidos y Reino Unido no solo comparten una lengua, sino también sistemas legales y valores democráticos que se remontan a Runnymede, a pocos kilómetros de Windsor, donde fue firmada la Magna Carta en 1215.

No es casualidad que ese marco histórico sea utilizado como telón de fondo para esta visita que será recordada no solo por el brillo de la plata, sino, muy posiblemente, por los acuerdos que de ella surjan lejos de la vista pública, en las conversaciones privadas del jueves entre Trump y Starmer en la residencia de campo de Chequers.

Un espectáculo con fines estratégicos

El despliegue militar —con sus tambores de bronce, botas perfectamente lustradas y himnos perfectamente entonados— no es mera tradición. Es una coreografía pensada para invocar emociones poderosas, identidad compartida y respeto. En esencia, el Reino Unido entiende que los símbolos también persuaden.

Así lo demuestra también el impacto prolongado que tuvo la visita de Estado realizada por Barack Obama en 2011, que resultó en acuerdos de cooperación militar significativos. Y aunque medir el retorno de una inversión diplomática como esta puede resultar difícil, el hecho de que se repita con tanto esfuerzo es, en sí mismo, una medida de su eficacia.

Una monarquía resiliente en la era moderna

En un mundo donde otras monarquías han perdido protagonismo o han sido abolidas, la británica no solo sobrevive, sino que se ha reinventado como un instrumento del gobierno electo. No legisla ni gobierna, pero influye. No da discursos políticos, pero su presencia en las cenas de gala puede inclinar decisiones clave. La monarquía, más que un anacronismo, es una herramienta contemporánea con elegante eficacia.

“Esto se trata de más que una cena,” concluye el historiador Farr. “Se trata de diplomacia en toda su gloria: con copa de champán y gloria imperial incluida.”

Este artículo fue redactado con información de Associated Press