Haití entre cenizas y esperanza: El difícil retorno de los desplazados por la violencia de las pandillas

Miles de haitianos intentan reconstruir sus vidas en barrios devastados por la guerra de pandillas, enfrentando peligros, pobreza extrema y abandono estatal

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Un país entre ruinas: el regreso a la nada

Durante casi un año, el barrio de Solino en Puerto Príncipe, Haití, se convirtió en territorio ocupado por poderosas pandillas armadas. Las mismas que, con armas de alto calibre y una brutal estrategia de exterminio, rasgaron el tejido social de barrios enteros como Nazon, Delmas 30 y otros sectores clave de la capital haitiana. Hoy, luego de una retirada inesperada, miles de haitianos regresan a calles fantasmas, a casas en escombros, a historias truncadas. Entre ellos están Naika y Erica Lafleur, dos hermanas de 10 y 13 años, enviadas por su madre a verificar si aún existía algo del hogar al que huyeron... Pero solo encontraron ruinas y recuerdos.

El dominio del miedo y la violencia

La violencia de pandillas ha alcanzado en Haití niveles de guerra urbana. Grupos como Viv Ansanm, una coalición criminal designada como organización terrorista por Estados Unidos, no solo tomaron el control de territorios, sino que demolieron el sentido de comunidad. Desde 2022, más de 1,3 millones de haitianos han sido desplazados por la violencia, según cifras de la ONU.

El caso de Solino es paradigmático. Durante años, un grupo de vigilancia local resistió valientemente la entrada de pandillas. Pero la muerte de su líder desató el caos: en noviembre de 2023 el barrio fue tomado, saqueado e incendiado. Miles huyeron. Entre ellos, Gerald Jean, que perdió ocho propiedades, un negocio funerario y una botánica. “Me dejaron con un solo pantalón y unas sandalias”, cuenta mientras come una bolsa de chips de maíz: desayuno, almuerzo y cena.

¿Volver o no volver? El dilema haitiano

Desde agosto de 2024, los líderes de las pandillas han comenzado a alentar un retorno “pacífico” de los residentes desplazados. Un mensaje contradictorio al emitido por la Policía haitiana, que advierte sobre el peligro latente. ¿A quién creer?

Ronald Amboise, un albañil de 42 años, lo resume así: “La policía dice que no regresemos. Las pandillas dicen que es seguro. No sé a quién confiar”. Mientras lo dice, un disparo cercano lo hace retroceder.

Amboise y su familia sobreviven bajo una lona en un refugio improvisado. Comen mal, duermen peor y lloran la dignidad perdida. “No sé si tu cuaderno puede contener todo lo que he soportado en los últimos nueve meses”, dice con la voz quebrada.

Destrucción sin sentido: el trauma post-conflicto

Caminar hoy por barrios como Delmas 30 o Solino es como atravesar un escenario post-apocalíptico. Montañas de cenizas, libros quemados, muebles calcinados... familias escarbando entre restos para recuperar una fotografía, unas cortinas, un cuaderno escolar.

Marie-Marthe Vernet, de 68 años, recorrió por primera vez su casa desde que fue baleada por la espalda en su huida. “No viviré más aquí. No quiero convivir con los de Viv Ansanm”, asegura. La mujer, como muchas otras, teme por sus hijas y nietas. “Si tienes una hija joven, te la quitan. Si tienes un hijo, lo reclutan con una pistola en la mano”.

La caída psicológica de un país

La toma temporal y el posterior abandono de estos barrios supuso un trauma nacional. “Todo el mundo decía que si Solino caía, la capital entera caería”, explica el analista Diego Da Rin, del International Crisis Group. Tuvieron razón.

¿Por qué se retiraron? Nadie lo sabe con certeza. Podría tratarse de un reacomodo estratégico, una alianza táctica con otras facciones, o un intento de ganar legitimidad entre los civiles. Da Rin plantea otra hipótesis: “La llegada de drones explosivos operados por fuerzas armadas pudo haber alterado sus planes”.

De cualquier modo, las pandillas parecen querer dar una imagen humanitaria. “Están usando esta retirada para ganar credibilidad con los ciudadanos: dicen que su conflicto no es contra los civiles”, concluye Da Rin.

La tragedia de los niños haitianos

Uno de los aspectos más oscuros de esta crisis es el impacto en la infancia. Según Tom Fletcher, subsecretario general para asuntos humanitarios de la ONU, las cifras son escalofriantes:

  • 500% de aumento en violaciones graves contra la niñez en 2023.
  • 700% de incremento en reclutamiento infantil por parte de pandillas durante el primer trimestre de 2024.
  • 1.000% de crecimiento en casos reportados de violencia sexual contra menores en el último año.
  • 54% de aumento en asesinatos y ejecuciones de niños en 2024.

“Estos datos son simplemente inaceptables”, lamenta Fletcher. “Las mujeres y las niñas están siendo las más afectadas. La violencia sexual se ha convertido en un arma de guerra callejera en Haití”.

Las cicatrices del desplazamiento

La vida en los refugios improvisados es una agonía prolongada. Stephanie Saint-Fleure, madre de tres hijos, resume el sentir colectivo: “¿Te imaginas vivir con tres niños en un campamento que apesta y que no te deja dormir porque debes protegerlos de monstruos? Han sido meses y meses de humillación”.

No hay electricidad, ni agua potable, ni atención médica. La comida es escasa y las enfermedades, abundantes. No hay privacidad. Las mujeres se sienten constantemente vulnerables. “Dormimos con un ojo abierto”, dice una refugiada que prefiere no identificarse.

Reconstruir sin ayuda

Mientras el gobierno permanece ausente y las fuerzas internacionales apenas intervienen, los ciudadanos intentan reconstruir lo perdido. Algunos barren las calles, reparan techos, levantan paredes con tablas recicladas. “Pedimos que el gobierno nos ayude a volver a nuestras casas”, insiste Samuel Alexis. Pero su petición se pierde en el eco de una metralleta cercana.

La mayoría depende de la solidaridad vecinal, remesas y alguna organización no gubernamental. La economía informal es su salvavidas. “Vendía agua en bolsitas. Ahora, ni eso puedo hacer. Todo está quemado”, dice una mujer con lágrimas secas en la cara.

El horizonte: ¿esperanza o repetición?

La situación en Haití no puede analizarse solo como un desastre humanitario, sino también como un colapso institucional y moral. La violencia de las pandillas es síntoma de un Estado ausente, cooptado por el crimen o simplemente superado por la realidad.

Mientras los activistas advierten del riesgo de catástrofe prolongada y las organizaciones internacionales piden más fondos, los haitianos hacen lo único que les queda: resistir. Manuel, de 17 años, lo dice mejor: “Si nos quedamos en el campamento, morimos lentamente. Si regresamos, quizás podamos vivir”.

Ese es el dilema de Haití: entre la ceniza del pasado y el humo del presente, tratar de construir un futuro. Aunque sea con las manos vacías.

Este artículo fue redactado con información de Associated Press