Violencia y represión en protestas: la peligrosa militarización de la policía en EE. UU.
A la luz del uso desproporcionado de la fuerza durante las protestas en Los Ángeles, surgen preguntas urgentes sobre el respeto a los derechos civiles y el papel de la policía en escenarios de manifestación
Cuando protestar se convierte en un acto de riesgo
El 8 de junio se convirtió en una fecha crítica para los derechos civiles en los Estados Unidos. Más de 6,000 manifestantes salieron a las calles de Los Ángeles con el objetivo de alzar la voz contra la política migratoria del entonces gobierno, la presencia de la Guardia Nacional y lo que percibían como una escalada autoritaria. Pero su mensaje se vio opacado por una respuesta policial que incluyó el uso de proyectiles «menos letales», gases lacrimógenos y una coordinación táctica casi militar.
Ese día, según un informe obligatorio publicado por el Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD), se dispararon más de 1,000 proyectiles en un lapso de horas, una cifra alarmante incluso para estándares de confrontación urbana. Esta acción desató nuevamente el debate sobre el exceso de fuerza policial, la criminalización de la protesta pacífica y el grado de impunidad del cuerpo policial frente a estas situaciones.
¿Proteger o reprimir?
En el contexto de ese fin de semana, la narrativa oficial sostenía que los manifestantes habían bloqueado autopistas, quemado vehículos autónomos y arrojado objetos a los oficiales. Como respuesta, el 8 de junio el LAPD desplegó a 584 oficiales, quienes utilizaron 1,040 municiones, incluyendo rondas de goma, proyectiles de espuma y hasta 20 cartuchos de gas lacrimógeno CS.
El entonces jefe del LAPD, Jim McDonnell, justificó las acciones afirmando que fueron ejecutadas en condiciones «peligrosas, fluidas y finalmente violentas», y que se emplearon medidas para prevenir más daños y lesiones. Sin embargo, defensores de los derechos civiles no lo ven así.
“La sensación que me dio ese número es que si así es como se maneja una protesta, entonces se está haciendo mal”, dijo Josh Parker, subdirector de políticas del Policing Project de la Universidad de Nueva York.
Una radicalización del uso de fuerza
El informe reveló que muchas de estas armas se usaron indiscriminadamente y sin seguir los protocolos establecidos por la ley californiana de 2021, la cual restringe el uso de este tipo de armas a contextos donde otras alternativas ya han sido implementadas para disolver multitudes. Además, se prohíbe apuntar a zonas como la cabeza, cuello o áreas vitales, y no se pueden utilizar contra quienes solo incumplan el toque de queda o desobedezcan órdenes.
En la misma jornada, un manifestante perdió un dedo debido al impacto de un proyectil y posteriormente presentó una demanda por violación de derechos civiles contra la ciudad de Los Ángeles y el departamento del sheriff. Y aunque 52 oficiales resultaron heridos, tanto los números como los métodos utilizados por la policía se han convertido en el centro de la controversia.
Datos crudos que preocupan
No solo la policía de Los Ángeles incurrió en una respuesta excesiva. El departamento del sheriff del condado de Los Ángeles reportó haber disparado más de 2,500 proyectiles ese mismo día. Además, la Patrulla de Caminos de California también se sumó al operativo con 271 disparos adicionales. En total, más de 4,000 proyectiles fueron lanzados contra civiles en un lapso de horas.
Esto plantea una seria cuestión de proporcionalidad. ¿Realmente representan estas respuestas una forma adecuada de contener disturbios o más bien reflejan una estrategia represiva inherente a una cultura policial militarizada?
Proteger el orden ≠ Suprimir el disenso
Los testimonios de manifestantes heridos, así como los reportes de agresiones a periodistas, revelaron otro patrón preocupante: la violencia no estuvo dirigida únicamente hacia quienes causaban disturbios, sino también contra aquellos que ejercían su derecho a protestar y a informar.
Un juez federal incluso llegó a emitir una orden de restricción temporal que prohibía al LAPD usar proyectiles y municiones «menos letales» contra medios de comunicación presentes en las protestas. Esta decisión tuvo como antecedente el disparo a varios reporteros que cubrían los acontecimientos.
Una nueva era de vigilancia y intimidación
Estos hechos no son aislados. Desde las protestas del movimiento Black Lives Matter en 2020, se ha observado un patrón sistemático de represión policial hacia manifestaciones en todo Estados Unidos. En muchos casos, se ha documentado una participación activa de agencias federales e incluso vigilancia encubierta, grabaciones no autorizadas y empleo de tecnología de reconocimiento facial con el fin de identificar y detener manifestantes en sus hogares, días después.
Todas estas acciones violan principios democráticos fundamentales: el derecho a protestar, a reunirse pacíficamente y a ser informado. Al parecer, protestar en EE. UU. se ha vuelto un riesgo similar al de dictaduras con políticas de seguridad militarizadas.
La peligrosa militarización de la policía
Desde la década de 1990, la policía de muchas ciudades estadounidenses ha recibido equipamiento militar sofisticado por parte del Pentágono en el marco del llamado Programa 1033. Esto incluye vehículos blindados, rifles de asalto y dispositivos de vigilancia avanzada. Según el Center for Investigative Reporting, más de $7.4 mil millones de dólares en este tipo de equipamiento han sido transferidos a más de 8,000 agencias estatales y locales.
Esta realidad ha transformado el enfoque policial tradicional hacia uno militarizado, donde el ciudadano ya no es un protegido, sino un potencial enemigo. Como lo expresó la activista Angela Davis, “la militarización policial no solo amenaza los derechos civiles, sino redefine la relación entre el Estado y sus ciudadanos bajo una lógica de guerra.”
¿Qué futuro nos espera?
Las consecuencias de estas acciones van más allá de unos días de protestas. Generan trauma social, provocan desconfianza entre comunidades y fuerzas del orden, y erosionan la democracia desde sus cimientos. Expertos en políticas públicas han advertido que este tipo de operativos deben ser investigados a fondo y seguidos de reformas integrales que garanticen la rendición de cuentas.
El silencio oficial, la falta de respuestas por parte del LAPD y la ausencia de consecuencias claras solo refuerzan la sospecha de impunidad. En un país que constantemente se presenta como defensor global de la libertad y los derechos humanos, el uso sistemático de la violencia contra sus propios ciudadanos que ejercen el derecho a la protesta es tan preocupante como paradójico.
En definitiva, es urgente repensar el modelo policial en Estados Unidos. No se trata solo de regular armas o tácticas, sino de cambiar una mentalidad institucional que sigue viendo a la ciudadanía movilizada como una amenaza a neutralizar.
El llamado a una reforma real
Voces desde la sociedad civil, organizaciones de derechos humanos y el propio Congreso han planteado proyectos de reforma como la "Justice in Policing Act", que busca establecer estándares nacionales sobre el uso de la fuerza, eliminar protecciones legales a agentes, y reforzar los mecanismos de fiscalización y transparencia.
Pero nada cambiará si no se aborda la raíz del problema: la concepción de que la fuerza es el primer recurso frente a la protesta, y no el último. La legítima defensa del orden público debe ir de la mano con la defensa de los derechos que hacen una democracia funcional.
El pueblo estadounidense se ha levantado muchas veces para defender la justicia, desde las luchas por los derechos civiles en los años 60 hasta el movimiento por la justicia racial hoy. La represión policial no frenará ese espíritu, pero sí pondrá en juego cuán libre y justa puede ser su nación.