El huracán que arrasó con hogares, escuelas y el futuro de miles de niños en Carolina del Norte
Helene no solo destruyó viviendas: alteró profundamente la educación y el bienestar emocional de miles de estudiantes en una región que muchos consideraban un 'refugio climático'
Un oasis climático que se convirtió en zona de desastre
Durante años, los Apalaches occidentales de Carolina del Norte fueron considerados un refugio frente al cambio climático: temperaturas moderadas, baja incidencia de huracanes y una naturaleza majestuosa. Sin embargo, el huracán Helene transformó esa percepción en agosto del año pasado, trayendo consigo lluvias torrenciales, deslaves, vientos violentos e inundaciones que arrasaron cientos de viviendas, escuelas y caminos en cuestión de horas.
Más de 73,000 viviendas fueron dañadas, comunidades rurales quedaron aisladas y servicios básicos como la electricidad y el agua potable colapsaron por semanas. Pero aún más devastador fue el impacto invisible: la pérdida educativa y emocional de miles de niños desplazados.
Infancia rota: cuando la escuela deja de ser una constante
Natalie Briggs, de 12 años, fue una de esas niñas. La tormenta destruyó su hogar en Swannanoa. Cuando volvió días después, tuvo que caminar sobre una viga para alcanzar lo que quedaba de su habitación. “Todo lo que podía pensar era: ‘Este no es mi hogar’”, confesó la niña, que durante meses vivió en el sótano de sus abuelos y sufrió ataques de pánico cada vez que alguien mencionaba la palabra ‘casa’.
Como ella, más de 2,500 estudiantes en Carolina del Norte fueron identificados como sin hogar tras Helene, según datos estatales. Es decir, uno de cada cinco alumnos en las zonas más afectadas vivía en condiciones inseguras, ya sea en moteles precarios, casas de familiares o estructuras improvisadas.
Vidas entre cortadas: el regreso a clases fue desigual e insuficiente
Mientras los escombros desaparecían de las calles, comenzaba una reconstrucción más compleja: la del tejido educativo y emocional de los menores. Para muchos de ellos, regresar al aula fue imposible. Y cuando lo hicieron, sus condiciones físicas y emocionales eran devastadoras.
En Yancey, un condado rural de apenas 18,000 habitantes, los estudiantes perdieron más de dos meses de clases en el último año escolar. Las frecuentes nevadas agravaron aún más la ausencia en las aulas. En algunos casos, los alumnos tuvieron que cambiar de escuelas o zonas escolares al mudarse a diferentes ciudades, perdiendo amistades, rutinas y niveles académicos.
Pérdidas materiales y luchas invisibles
Bonnie Christine Goggins-Jones, auxiliar de autobús escolar, perdió su casa alquilada en Black Mountain. Ella y sus dos nietos adolescentes lo perdieron todo: camas, libros, útiles escolares. Vivieron en un motel, luego en una caravana con goteras, y después en otra hasta conseguir un apartamento. Goggins-Jones recuerda los inviernos sin calefacción y cómo sus nietos seguían yendo a clase aunque no podían concentrarse.
“No podía dejar de pensar en cómo íbamos a sobrevivir mañana”, compartió Bonnie. El círculo infernal de la pobreza, la vivienda y el déficit educativo recrudeció después de Helene.
Tácticas de supervivencia y miedo persistente
America Sánchez Chávez, de 11 años, vivía en una casa rodante que quedó inhabitable. Su familia se fragmentó para encontrar cobijo: su hermano mayor vivió con un amigo mientras ella y su madre compartían una habitación en el hotel donde trabajaba su madre. Desde entonces, America siente terror con las lluvias o tormentas. “Cuando llueve mucho, todavía me da miedo”, confesó.
Estudiantes que se esfuman del sistema
Después de un desastre natural, muchos menores caen en el limbo burocrático. Según la Center for the Transformation of Schools de UCLA, los estudiantes que quedan en situaciones de viviendas temporales como sofás prestados o refugios, califican como sin hogar bajo la ley federal McKinney-Vento. Pero muchos distritos escolares no acceden a las ayudas federales requeridas.
En Carolina del Norte, solo 6 de los 16 condados más golpeados recibieron fondos McKinney-Vento en el último ciclo. Como resultado, familias con necesidades urgentes no fueron asistidas, ya que los recursos se distribuyen en procesos competitivos con plazos largos. “Solo 1 de cada 5 distritos escolares recibe estos fondos a nivel nacional. Es alarmante”, dijo Barbara Duffield, directora de Schoolhouse Connection.
El duelo que no se ve: la salud mental olvidada
Liz Barker, madre de Natalie, describió los meses posteriores al huracán como “una etapa sin reglas”. Su hija comenzó a desarrollar más apego emocional, pero también episodios de ansiedad. “Nos dimos cuenta que solo el hecho de tener una casa nos daba estructura”, dijo Liz. Natalie, que ahora tiene 13 años, trata de volver a la normalidad, aferrándose al cariño de su madre.
Gwendolyn Bode, estudiante universitaria, también enfrentó el caos tras perder su apartamento. Tuvo que recurrir a un alojamiento temporal de Airbnb antes de ser aceptada en un hotel financiado por FEMA. Intentaba seguir sus clases, pero no podía concentrarse. “No sé qué aprendí ese semestre. Solo sobrevivía”, reveló.
El costo de la negligencia pública
La respuesta institucional ante Helene ha sido desigual. Muchas familias como la de Goggins-Jones o la de America Sánchez recibieron ayudas insuficientes. La presión sobre FEMA, los centros escolares y los gobiernos locales ha sido intensa, pero aún insuficiente.
“Muchos de estos estudiantes nunca van a recuperar el terreno perdido”, afirmó Cassandra Davis, profesora de políticas públicas en UNC Chapel Hill. En zonas rurales y de bajos ingresos, los efectos de una trayectoria educativa interrumpida por la inestabilidad habitacional pueden durar años.
Desplazamiento escolar: una crisis nacional en ascenso
Lo vivido en Carolina del Norte no es un caso aislado. En Puerto Rico, tras el huracán María en 2017, más de 6,700 estudiantes fueron declarados sin hogar. En Hawái, los incendios forestales de Maui en 2023 provocaron un aumento del 59% en la población estudiantil sin hogar.
El patrón es claro: las catástrofes climáticas, cada vez más frecuentes e intensas, están desmantelando no solo casas, sino el futuro académico de generaciones enteras.
¿Quién protege el derecho a aprender?
Frente a este panorama, la pregunta clave no es cuántas viviendas podremos reconstruir, sino cuántos futuros podremos salvar. Mientras los desastres naturales sean tratados como emergencias exclusivamente físicas y no humanas, miles de Natalie, America o Gwendolyn seguirán desapareciendo de las aulas sin que nadie repare en ello.
Si la educación es un derecho, debe estar protegida incluso —y sobre todo— en tiempos de desastre.