La lucha de los afrobolivianos por la visibilidad y la justicia: más allá de la saya y la simbología

En el corazón de los Yungas, una comunidad ancestral clama por reconocimiento real, políticas públicas y respeto por su historia

En Bolivia, entre montañas, cultivos de coca y caminos sin pavimentar, una de las comunidades más invisibilizadas del país libra desde hace décadas una batalla silenciosa por ser reconocida: los afrobolivianos.

Un viaje hacia el reconocimiento

En 2009, tras años de demanda e insistencia, los afrobolivianos fueron incluidos por primera vez en la Constitución del país como una nación con derechos culturales, sociales y políticos. Este hito fue resultado del trabajo incansable de líderes comunitarios, organizaciones como el Consejo Nacional Afroboliviano (CONAFRO) y el apoyo de figuras clave como Evo Morales, el primer presidente indígena del país, quien gobernaba entonces.

Sin embargo, como indica la activista Mónica Rey, este reconocimiento legal no se ha traducido en políticas públicas significativas: “Nos reconocen simbólicamente, pero estructuralmente no ha cambiado nada. Seguimos fuera del sistema.”

Un censo y una historia invisibles

Bolivia cuenta con más de 11 millones de habitantes, pero en el censo de 2012 —el único en el que los afrobolivianos fueron identificados como grupo étnico distinto— solo unas 23.000 personas se reconocieron como tales. Esta cifra podría ser aún mayor, ya que el desconocimiento, el estigma y la falta de educación han llevado a muchos afrobolivianos a negar o ignorar su identidad.

La escasez de información oficial sobre su historia ha sido otro obstáculo. Como relata Mónica Rey, “no existían registros escritos de nuestra realidad. Tuvimos que escribir nuestra historia con nuestros propios medios”. Así nació un esfuerzo histórico por documentar y preservar una memoria común: relatos orales, testimonios y documentos reunidos en un informe clave que se publicó en 2013.

De las minas a las haciendas: el legado de la esclavitud

Los afrobolivianos son descendientes de personas esclavizadas traídas por los colonizadores europeos entre los siglos XVI y XVII, principalmente desde el Congo y Angola. Fueron llevados inicialmente a Potosí, la ciudad minera más rica de Sudamérica durante la colonia, donde trabajaron en condiciones brutales a más de 4.000 msnm y en contacto directo con mercurio.

Las altas tasas de mortalidad obligaron a los esclavistas a cambiar su enfoque económico. Los afrodescendientes fueron trasladados luego a los Yungas, una región subtropical del departamento de La Paz, donde pasaron a trabajar en haciendas dedicadas al cultivo de coca, café y caña de azúcar. Fue allí donde estas comunidades lograron asentarse y, con el tiempo, desarrollar una identidad cultural propia.

La saya: danza, resistencia e identidad

Uno de los símbolos más poderosos del alma afroboliviana es la saya, una danza ancestral con tambores, cantos y pasos coreografiados que lleva en su ritmo siglos de dolor, resistencia y amor.

Nuestras demandas nacieron a través de esta música”, comenta Mónica Rey. “La saya se convirtió en nuestro instrumento político, de visibilidad, de protesta.

La vestimenta de los danzantes cuenta también una historia: el blanco es símbolo de paz; el rojo, de la sangre derramada por sus antepasados esclavizados; el sombrero de los hombres recuerda las largas jornadas bajo el sol, y las trenzas de las mujeres representan los caminos soñados hacia la libertad.

La joven Cielo Torres, nacida en Santa Cruz, cuenta cómo se sintió por primera vez en casa al mudarse a Tocaña: “Cuando vi a otros como yo, me dije: aquí es donde quiero estar”. Allí aprendió a bailar saya desde el corazón, a cantar la historia de su gente y a levantar con orgullo su identidad negra. “Antes me daba vergüenza, ahora le enseño a mi hija a decir: Yo soy negra. Mi negrita hermosa”.

Un rey sin corona ni poder

En Mururata, una localidad cercana a Tocaña, vive Julio Pinedo, el rey simbólico de los afrobolivianos. Esta figura ha sido reconocida por la comunidad desde hace siglos como un símbolo de autoridad y resistencia cultural, aunque su rol no tenga validez política oficial.

Julio fue coronado en 1992 con la presencia de autoridades locales y una misa masiva. Hoy, con 83 años, vive en la misma casa humilde de siempre y depende de la cosecha de coca de su hijo. Su esposa, Angélica Larrea, narra cómo la tradición se mantiene viva, aunque la figura del rey apenas sea conocida fuera del entorno afroboliviano.

Un pueblo excluido de la educación

Uno de los reclamos más persistentes de CONAFRO y líderes comunitarios radica en la representación en la educación pública. Como denuncia Carmen Angola, directora ejecutiva de CONAFRO, los programas escolares no contemplan auténticamente la historia afro: “Hablan de racismo, discriminación, historia... pero quienes hacen los planes de estudio no son negros. Su historia no es la nuestra.

Angola ha intentado integrar presentaciones culturales en las escuelas, para transmitir la historia y el legado afro directamente de quienes la viven, pero no ha encontrado eco en las autoridades locales. El currículum nacional aún carece de una versión afrocentrada que valore su aporte a la identidad boliviana.

Espiritualidad: sincretismo y fe

El legado espiritual afroboliviano ha sido parcialmente absorbido por el catolicismo. En la comunidad de Mururata, el templo principal no cuenta con sacerdote permanente, pero un grupo de mujeres se encarga de mantener viva la práctica religiosa cada domingo, leyendo la Biblia y compartiendo la palabra de Dios.

Isabel Rey, pariente lejana de Mónica, cuenta que sus ancestros fueron católicos y que el templo sigue siendo un espacio de encuentro. Una catequista cercana a celebrar 40 años de servicio sido pilar para mantener viva la fe. “Yo la ayudo, porque ya no da abasto sola”, dice Isabel.

Intentos de cambio desde el Estado

La creación de CONAFRO en 2011, promovida por el gobierno de Evo Morales, fue clave para formalizar una institución representativa de los intereses afrobolivianos. Ese mismo año, se estableció el 23 de septiembre como Día Nacional del Pueblo y la Cultura Afroboliviana.

Pero este tipo de reconocimiento formal no se ha acompañado de cambios estructurales. Según líderes como Rey y Angola, aún falta infraestructura, programas específicos y presencia en los espacios de toma de decisión.

Las zonas donde habitan los afrobolivianos carecen de caminos adecuados, acceso a salud pública y mejoras en comunicación. La dependencia casi absoluta del cultivo de coca o pequeños emprendimientos como la apicultura —como el caso del negocio de miel de Cielo Torres y su esposo— refleja la precariedad económica del grupo.

Un llamado de justicia

Ser afro en Bolivia es todavía sinónimo de ser extranjero para muchos, pese a siglos de presencia en el país. “Piensan que no somos de aquí, que no tenemos derechos”, dice Angola. Esta marginalización no solo es simbólica, sino estructural.

Bolivia tiene una deuda histórica con su población afrodescendiente. Más allá de la saya, los sombreros y las celebraciones, estas comunidades exigen un cambio tangible, una inclusión real donde su historia se enseñe, sus demandas se escuchen y su cultura se respete.

La lucha continúa desde los tambores de la saya hasta las aulas vacías donde su historia aún no se cuenta. Como dijo Torres al ver a otros como ella por primera vez: “Esta es mi gente, este es mi lugar, esta soy yo”.

Este artículo fue redactado con información de Associated Press