Nicaragua: el laboratorio de la represión moderna en América Latina
Cómo el régimen de Ortega-Murillo ha erradicado la democracia, la sociedad civil y los derechos humanos en Nicaragua
La sombra del autoritarismo vuelve a teñir de gris a Centroamérica. Un nuevo informe de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha expuesto en términos contundentes la alarmante situación que atraviesa Nicaragua bajo el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. El panorama descrito es el de un país en donde las ramas legislativa y judicial han sido prácticamente absorbidas por el poder ejecutivo, los derechos civiles han sido eliminados y la ciudadanía vive bajo un clima de control, vigilancia y temor constante.
Un régimen consolidado en la represión
A más de cinco años del estallido social de 2018, que dejó más de 300 muertos según cifras de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el régimen de Ortega y Murillo no solo ha resistido la presión interna y externa, sino que ha logrado institucionalizar su política de represión.
Según el informe de la ONU presentado en Ginebra este martes, basado en más de 200 entrevistas con víctimas, testigos y expertos, el país ha sido transformado "deliberadamente en un Estado autoritario". El informe denuncia que una reforma constitucional adoptada en enero de 2024 coloca al Poder Judicial y al Legislativo “coordinados y subordinados a la presidencia”, eliminando cualquier posibilidad de contrapeso institucional.
El fin del pluralismo político
No es solo el poder institucional lo que se ha reestructurado desde el Palacio de Gobierno en Managua. Andrés Sánchez Thorin, portavoz de la ONU para Centroamérica, subrayó que la sociedad civil prácticamente ha dejado de existir en Nicaragua. “Desde 2018, ocho de cada diez organizaciones sociales han sido canceladas o forzadas a cerrar”, afirmó, muchas de ellas religiosas.
A esto se suma una reforma electoral profundamente cuestionada por organismos internacionales, que ha vaciado por completo al sistema de su capacidad para garantizar elecciones libres y transparentes. El poder electoral ha pasado a formar parte de un engranaje totalmente controlado por el Ejecutivo, lo que elimina toda posibilidad de alternancia democrática.
La legalización del aparato represivo
El reporte también denuncia la legalización de las fuerzas parapoliciales, el uso institucionalizado de redes de informantes y la criminalización sistemática del disenso. Prácticas típicas de regímenes represivos, que incluyen el uso de cargos penales como terrorismo o traición a la patria contra personas críticas, ahora constituyen herramientas jurídicas y legales del Estado nicaragüense.
“En este contexto, cualquier persona que sea percibida como opositora al régimen puede ser objeto de represalias”, subraya el documento. Desde estudiantes y campesinos hasta líderes religiosos y periodistas, nadie parece estar a salvo.
El exilio como única salida
Uno de los efectos más devastadores de esta deriva autoritaria ha sido el éxodo masivo de nicaragüenses. Más de 600.000 personas han abandonado el país desde 2018, de acuerdo con cifras recopiladas por Human Rights Watch, lo cual representa más del 9% de la población total.
El destino más común ha sido Costa Rica, seguida de Estados Unidos. Muchos de estos refugiados huyen sin recursos ni protección legal, y enfrentan múltiples desafíos, incluida la creciente xenofobia en algunos países receptores.
La persecución a la Iglesia y el clero
El clero católico ha sido uno de los sectores más golpeados por esta política represiva. El obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, ha sido uno de los casos más emblemáticos: arrestado por negarse a exiliarse y posteriormente condenado sin juicio justo.
La religión ha sido vista, por el régimen, como una amenaza potencial a su hegemonía, especialmente porque muchas parroquias se convirtieron en centros de resistencia durante las protestas de 2018. En consecuencia, se estima que al menos 400 organizaciones religiosas han sido cerradas, y cientos de sacerdotes y pastores han optado por exiliarse.
La respuesta internacional: tímida y dividida
La comunidad internacional ha oscilado entre sanciones individuales, condenas verbales y gestos simbólicos. La Unión Europea, Estados Unidos y Canadá han impuesto sanciones selectivas contra más de 40 altos funcionarios del gobierno, incluida Murillo, pero esto no ha frenado el deterioro interno.
“El régimen de Ortega ha aprendido a sobrevivir a las sanciones. Se ha adaptado, ha buscado nuevos aliados estratégicos como Rusia, Irán y China”, asegura el politólogo Manuel Orozco, del Diálogo Interamericano.
Aunque países como España han llamado a romper relaciones diplomáticas, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos mantienen una posición ambigua o directamente de complicidad por omisión.
De la utopía sandinista al caudillismo dinástico
En un giro irónico del destino político de Nicaragua, Ortega ha pasado de liderar una revolución que derrocó una dictadura (la de Somoza, en 1979) a sostener un régimen con características casi calcadas de aquel al que combatió. Lo hace, además, en compañía de su esposa Rosario Murillo, quien ostenta oficialmente el cargo de vicepresidenta, pero ejerce una autoridad que muchos analistas consideran paralela o incluso superior.
Con el poder, además, han establecido un sistema de nepotismo dinástico, en donde varios de sus hijos están al frente de medios públicos, instituciones culturales y hasta embajadas. “Ni Somoza se atrevió a tanto”, señala la historiadora Gioconda Belli, exiliada en España.
Un país sin prensa ni libertad de expresión
La prensa independiente ha sido otra de las víctimas más visibles de esta transición al autoritarismo. Medios como Confidencial, 100% Noticias o La Prensa fueron confiscados, cerrados o silenciados. Sus periodistas se encuentran presos, exiliados o en el peor de los casos, desaparecidos.
Como señaló el relator especial para la libertad de expresión de la CIDH, Pedro Vaca: “Nicaragua es hoy uno de los peores lugares del hemisferio occidental para ejercer el periodismo".
Paradoja: un país en paz sin democracia
En Nicaragua, no hay guerra, pero tampoco hay libertad. El país vive una paz aparente, sin protestas masivas o estallidos violentos, pero esa calma no debe confundirse con estabilidad. Es el silencio del miedo, no el de la reconciliación.
En un contexto global donde la preocupación por la democracia se extiende desde Europa del Este hasta el África Subsahariana, el caso nicaragüense es un aviso para América Latina. La receta orteguista —concentración de poder, destrucción de la sociedad civil, represión encapsulada en legalidad— podría replicarse, y ya lo estamos viendo en otras partes.
La única salida plausible parece estar en una combinación de presión internacional real, solidaridad regional auténtica y, especialmente, la resistencia continua del pueblo nicaragüense, tanto dentro como fuera del país. Porque aunque el régimen se haya apropiado de las instituciones, todavía no ha logrado destruir la voluntad de cambio.
El futuro de Nicaragua dependerá de cuánto ruido haga ese silencio.