Wounded Knee: La herida abierta que el Pentágono se niega a cerrar
La decisión de conservar las Medallas de Honor otorgadas por la masacre de 1890 aviva el debate sobre la memoria histórica en EE. UU.
El eco de Wounded Knee sigue resonando en 2025
En una decisión que ha vuelto a encender la indignación de comunidades nativas, historiadores y activistas, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, anunció que los 20 soldados del Séptimo Regimiento de Caballería que participaron en la masacre de Wounded Knee en 1890 conservarán sus Medallas de Honor. Este controversial anuncio ha desatado una ola de críticas, dado que esos reconocimientos se entregaron tras una acción militar donde más de 250 miembros de la tribu Lakota Sioux fueron brutalmente asesinados, la mayoría de ellos mujeres y niños indefensos.
¿Batalla gloriosa o masacre repudiable?
El 29 de diciembre de 1890, tropas del Ejército de los Estados Unidos rodearon un campamento Lakota en la reserva de Pine Ridge, Dakota del Sur. La versión oficial en ese entonces hablaba de una escaramuza iniciada por la negativa de los nativos a desarmarse. Sin embargo, registros históricos detallan que los Lakota ya se habían rendido, y que el enfrentamiento fue en realidad una matanza perpetrada por soldados que abrieron fuego indiscriminadamente.
Entre los muertos se contaron cerca de 200 mujeres y niños, asesinados mientras huían o se escondían. Las historias orales Lakota y diversas investigaciones académicas califican el hecho como un intento de eliminación cultural y genocidio, mucho más que una operación militar convencional.
Una medalla manchada de sangre
Pese a esta trágica narrativa, el gobierno estadounidense otorgó 20 Medallas de Honor a soldados que participaron en la masacre. Se trató del número más alto de medallas concedidas para una sola acción militar en el siglo XIX.
En palabras de Hegseth, "estamos dejando en claro que estos soldados merecen esas medallas. Su lugar en nuestra historia nacional ya no está en debate." Esta declaración contradice directamente la revisión ordenada por su predecesor, Lloyd Austin, en 2024, quien a instancias del Congreso abrió un proceso para determinar la legitimidad de esas condecoraciones.
El resultado del comité —no publicado al momento de este artículo— fue revertido por Hegseth en una acción que ha sido interpretada como un intento de reivindicar una visión heroica y unilateral de la historia militar estadounidense.
Un patrón de revisionismo oficial
La decisión de Hegseth no es un caso aislado. Ella forma parte de una agenda más amplia liderada por el expresidente Donald Trump, cuya orden ejecutiva de marzo de 2025, titulada “Restaurando la Verdad y la Cordura en la Historia Americana”, busca frenar lo que llaman movimientos “revisionistas” que reinterpretan episodios históricos incómodos.
Entre esas medidas recientes, se encuentra la reinstalación de estatuas confederadas, el retorno del retrato de Robert E. Lee al liceo militar de West Point, y la restauración de nombres vinculados a la Confederación en varias bases militares. Todo bajo el argumento de “honrar la herencia militar estadounidense”.
El caso de Wounded Knee se convierte así en símbolo del conflicto cultural entre quienes buscan una mirada crítica y reconciliante del pasado y quienes desean conservar una narrativa de gloria bélica sin matices.
Las voces indígenas: herida abierta y memoria viva
El Consejo Nacional de Nativos Americanos expresó en un comunicado su “profunda decepción” ante la decisión del Pentágono. “Negarse a revocar estas medallas no es un acto neutro. Es una reafirmación institucional del exterminio que sufrimos, una negación simbólica de nuestro dolor como pueblo.”
En 1990, justo un siglo después de la masacre, el Congreso emitió una disculpa formal a los descendientes de los Lakota. Pero la disculpa nunca vino acompañada de reparaciones, ni mucho menos de la revocación de las condecoraciones. Treinta y cinco años después, la herida sigue sin cerrar.
El mismo año, el entonces senador Tom Daschle propuso un proyecto de ley que buscaba quitar las Medallas de Honor a los soldados que participaron en la matanza. Fue bloqueado por objeciones del Comité de Servicios Armados del Senado, utilizando el argumento del precedente histórico y la “santidad” del reconocimiento militar.
Lo que representa una medalla
Históricamente, la Medalla de Honor ha sido el máximo reconocimiento militar en Estados Unidos. Desde su creación en 1861, más de 3,500 individuos han recibido esta distinción, generalmente reservada para actos excepcionales de valor y heroísmo.
Pero que una medalla sea considerada sagrada, no implica que sea inmutable. Existe precedente de revocación: en los años 1916 y 1917, más de 900 medallas fueron retiradas tras una revisión impulsada por el secretario del Ejército Newton Diehl Baker. La mayoría correspondían a miembros del Ejército de ocupación o empleados no combatientes.
Entonces, cabe preguntarse: ¿por qué no revisar y corregir los reconocimientos asociados a una masacre ampliamente documentada?
Activismo y memoria en el siglo XXI
En las últimas décadas, varios movimientos han luchado por mantener viva la memoria de Wounded Knee. Uno de los más emblemáticos es el proyecto “1890 Wounded Knee Massacre Medal of Dishonor Campaign”, liderado por descendientes Lakota y apoyado por académicos, veteranos del Ejército y ciudadanos estadounidenses.
Según cifras del Pew Research Center, 71% de estadounidenses creen que se debería enseñar más sobre la persecución a los pueblos indígenas en las escuelas, y el 58% considera que el gobierno federal debería pedir disculpas oficialmente por los abusos cometidos contra las tribus nativas.
A su vez, el Smithsonian Institution ha dedicado múltiples exposiciones y archivos digitales a relatar la historia de Wounded Knee desde una óptica indígena. Y museos de derechos civiles como el de Birmingham han incorporado la masacre como parte del espejo de injusticias sistemáticas vividas por grupos marginados en EE. UU.
¿Reconciliación o glorificación?
La negativa a retirar las Medallas de Honor a quienes participaron en Wounded Knee no es solo una decisión administrativa. Es una declaración política y cultural sobre cómo Estados Unidos elige recordar su historia.
Como dijo el historiador Peter Cozzens, autor del libro “The Earth is Weeping” (La Tierra está llorando): “Negarse a admitir que aquello fue más crimen que victoria, más masacre que enfrentamiento, es claudicar ante un patriotismo sin conciencia.”
El país enfrenta una encrucijada histórica que va mucho más allá de la simbología militar.
En palabras de la activista indígena Deb Haaland, actual secretaria del Interior de EE.UU.: “No se trata de castigar a soldados que ya murieron. Se trata de decir que la justicia también puede ser histórica.”
Una oportunidad perdida
Esta decisión del Pentágono, aunque definitiva en lo administrativo, podría reactivar el movimiento por justicia histórica. Universidades, medios, líderes civiles y religiosos están ya alzando la voz. Lo que está en juego no es una medalla. Es el alma narrativa de una nación.
Frente al silencio de monumentos de bronce, las voces vivas de las víctimas aún esperan justicia. A más de un siglo de la masacre, el camino hacia una memoria reconciliadora permanece bloqueado por la obstinación del poder.
Y tal vez, en ese pulso entre el orgullo y la verdad, se juegue buena parte del futuro democrático de EE. UU.