Ataques a periodistas, violencia institucional y la impunidad bajo la nueva era Trump
Del asalto en pleno tribunal migratorio al respaldo a crímenes históricos: una mirada crítica a la ofensiva del poder contra los derechos civiles y la verdad histórica
Una escena impensable en una democracia: periodistas agredidos por agentes federales
El martes 30 de septiembre de 2025, Nueva York fue testigo de otro escalón descendente en la relación entre gobierno y libertad de prensa. En el edificio federal de 26 Federal Plaza, agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE.UU. (ICE, por sus siglas en inglés) agredieron físicamente a tres periodistas que intentaban documentar una detención en el contexto de una audiencia migratoria. Uno de ellos, el fotoperiodista turco L. Vural Elibol de la agencia Anadolu, terminó en el hospital con lesiones tras ser empujado al suelo con tanta fuerza que se golpeó la cabeza.
Los otros dos periodistas, Dean Moses, jefe de redacción de policía del medio local amNewYork, y Olga Fedorova, fotógrafa freelance conocida por trabajar con agencias como AP, también describieron una situación caótica en la que fueron sacados por la fuerza de un ascensor sin previo aviso ni órdenes claras.
Las imágenes capturadas por la fotógrafa Stephanie Keith muestran cómo uno de los agentes también empuja a Fedorova, quien cae al suelo cerca de Elibol. Todo ocurrió en un espacio público del edificio, el mismo escenario que diariamente ven abogados de inmigración, familias de inmigrantes, activistas y medios documentando procedimientos judiciales. La brutalidad policial no solo fue innecesaria sino ilegal, como han declarado expertos en derechos civiles.
Una defensa que enciende más alarmas
Lejos de emitir disculpas o reconocer un error, el Departamento de Seguridad Nacional, representado por la Subsecretaria Tricia McLaughlin, defendió las acciones de los agentes asegurando que estaban siendo “asediados por agitadores y miembros de la prensa”. Estas declaraciones han sido duramente criticadas por funcionarios y defensores de derechos humanos como un intento cínico de justificar violencia institucional.
“Lo que vimos no fue control de multitudes, fue una agresión deliberada a la libertad de prensa y un intento de sostener las políticas migratorias con mano de hierro y opacidad absoluta”, afirmó el asambleísta estatal de Nueva York, Zohran Mamdani. El gobernador del estado, Kathy Hochul, también se expresó fuertemente: “Este abuso hacia inmigrantes y los periodistas que cuentan sus historias debe terminar. ¿Qué demonios estamos haciendo aquí?”
Criminalizar la verdad: la otra cara de la ‘mano dura’ de Trump
Esta no es una acción aislada. Días antes, un agente federal empujó contra la pared a una mujer ecuatoriana en el mismo tribunal, después de que arrestaran a su esposo. El patrón se intensifica al ritmo del ascenso de figuras como Pete Hegseth al frente de instituciones clave como el Departamento de Defensa, quien ha emprendido una guerra contra lo que denomina “cultura woke”.
Hegseth, en una ceremonia ante mandos militares de alto rango, declaró el fin de las “políticas sensibles” y anunció directivas de estándares físicos más exigentes –pero ambiguos–, prometiendo erradicar cualquier liderazgo “políticamente correcto”. Pero lo más escandaloso fue su anuncio de mantener las Medallas de Honor otorgadas a los soldados responsables de la masacre de Wounded Knee en 1890.
Wounded Knee: cuando premiar el genocidio se vuelve política de Estado
La masacre de Wounded Knee ocurrió en la reserva indígena de Pine Ridge, en Dakota del Sur, donde entre 250 y 300 indígenas Lakota –en su mayoría mujeres y niños– fueron asesinados a manos de tropas estadounidenses. Esto fue después de que cesaran los combates, lo que convierte el acto en un crimen de guerra según estándares modernos.
Estos eventos fueron ampliamente documentados. El general del Ejército, Nelson A. Miles, escribiría: “Nunca he oído de una masacre más brutal y a sangre fría que la de Wounded Knee”. A pesar del horror registrado, 20 soldados recibieron la Medalla de Honor, el más alto reconocimiento militar del país.
Durante décadas, líderes indígenas y congresistas han exigido que se rescindan esas medallas. En 1990, el Congreso incluso aprobó una resolución que calificó Wounded Knee como “masacre” y expresó su profundo pesar al pueblo sioux.
Indignación histórica contra la narrativa oficial
Tras la negativa de Hegseth a revocar las medallas, líderes indígenas no tardaron en reaccionar. Janet Alkire, presidenta tribal Sioux de Standing Rock, afirmó que “los actos en Wounded Knee no fueron de honor y no merecen condecoración”. OJ Semans, activista de Rosebud Sioux, agregó: “Es desgarrador saber que la verdad está siendo enterrada nuevamente por ganancias políticas”.
La senadora Elizabeth Warren prometió seguir trabajando legislativamente para anular estas medallas. “No podemos ser una nación que celebra y recompensa actos de violencia horrorosos”, declaró.
El lingüista y profesor indígena Philip Deloria, de Harvard, denunció la versión de Hegseth como una tergiversación manipulada de la historia. “Ver esta atrocidad histórica como una ‘batalla’ es borrar la humanidad de quienes fueron masacrados. Nosotros siempre estaremos aquí para cuestionar esa versión celebratoria y sanitizada.”
Las heridas del pasado viven en el presente
David Treuer, escritor Ojibwe y autor de “The Heartbeat of Wounded Knee”, asegura que la masacre marcó el final de la resistencia indígena y, simbólicamente, la muerte de cualquier vestigio de moralidad en la historia estadounidense. “Lo que también murió en esas llanuras fue cualquier noción del ‘bien’ de América”, afirmó.
Las luchas por los derechos indígenas en EE.UU. son tan vigentes hoy como lo fueron en el siglo XIX. La negativa institucional a reconocer plenamente esa historia se traduce en leyes injustas, pobreza estructural y violencia perpetuada por el Estado. Y ahora, también en un ataque directo contra periodistas, activistas y cualquier voz que exponga esas verdades incómodas.
¿A qué precio se mantiene el poder?
Los dos pilares de este relato –la violencia contra testigos incómodos y la glorificación histórica de crímenes cometidos por el Estado– no solo comparten un momento político, sino un propósito: afianzar una narrativa de poder incontestable. El silencio se impone por medio de la fuerza, y la memoria de las víctimas se borra con discursos patrióticos vacíos.
Ante una ciudadanía cada vez más informada, estas acciones revelan la necesidad urgente de transparencia, reparación histórica y una prensa libre. Porque si contar la verdad pone en peligro físico a quien la denuncia, ¿qué tipo de democracia estamos defendiendo?
“La historia pasa factura. Y aún si el poder actual pretende reescribirla, las voces que se aferran a la memoria y la verdad no cederán.”