Trump, la Guardia Nacional y el juego político con la seguridad nacional
El uso de la Guardia Nacional por parte de Trump genera controversia legal y política; ¿estamos presenciando una crisis constitucional en desarrollo?
El despliegue de tropas de la Guardia Nacional por orden del expresidente Donald Trump, enfrentándose a gobernadores y jueces, ha encendido nuevamente el debate sobre los límites del poder presidencial en Estados Unidos. Esta situación no solo refleja tensiones políticas evidentes, sino que también cuestiona los principios constitucionales que delinean el control civil sobre el poder militar.
¿Qué es la Guardia Nacional y cómo funciona?
La Guardia Nacional es una fuerza militar de reserva compuesta predominantemente por ciudadanos que sirven unos fines de semana al mes y realizan entrenamientos anuales. Aunque puede ser desplegada para combatir en conflictos internacionales, su rol principal en territorio nacional es responder a desastres naturales, disturbios civiles y otras emergencias bajo el mandato de los gobernadores estatales.
Según datos de la Oficina de la Guardia Nacional de EE.UU., hay aproximadamente 443,000 integrantes activos (2023). Su existencia se remonta al siglo XVII, cuando las colonias formaron milicias para defender sus territorios.
El uso presidencial del poder sobre la Guardia Nacional
El presidente de EE.UU. puede asumir el control de la Guardia Nacional en contextos específicos, como:
- Invasión o amenaza de invasión extranjera.
- Rebelión armada o disturbios que impidan la aplicación de leyes federales.
- Cuando las fuerzas regulares no bastan para garantizar el cumplimiento de la ley.
Estos principios están consagrados en las secciones 331 a 333 del Título 10 del Código de los Estados Unidos, y su activación puede dar paso a la federalización de las fuerzas de la Guardia Nacional, subordinándolas al presidente.
Trump y los gobernadores demócratas: una batalla sin precedentes
Durante su presidencia —y ahora nuevamente como candidato— Trump ha intentado desplegar tropas de la Guardia Nacional en ciudades como Los Ángeles, Portland y Chicago sin el consentimiento de los gobernadores estatales, todos demócratas. Las razones ofrecidas: crimen, inmigración irregular y disturbios civiles.
Estos despliegues han sido bloqueados por varios jueces federales:
- California: un fallo declaró ilegal el despliegue de tropas en Los Ángeles por violar la Ley Posse Comitatus, que prohíbe el uso de fuerzas militares para hacer cumplir la ley.
- Oregón: dos órdenes judiciales bloquearon la intervención presidencial por considerarla innecesaria dados los niveles de protesta.
- Illinois: está en curso una demanda para frenar la movilización de la Guardia Nacional en Chicago.
Trump sostiene que estas ciudades están "tomadas por el crimen y fuera de control", lo que justificaba, según su gobierno, la necesidad de intervención federal. Pero los tribunales no han compartido esa percepción, por considerarla subjetiva y políticamente motivada.
¿Qué dice la ley? El delicado equilibrio del poder militar
El principio clave es el Acta Posse Comitatus de 1878, una legislación que estipula que las fuerzas armadas no pueden utilizarse en funciones policiales dentro del país. La única excepción es si el Congreso o el presidente invocan la Ley de Insurrección (Insurrection Act). Esta fue invocada por última vez en 1992 durante los disturbios en Los Ángeles tras el caso de Rodney King.
En palabras del profesor William Banks, experto en Derecho Constitucional de la Universidad de Syracuse:
“La Ley Posse Comitatus establece una presunción de que simplemente no queremos soldados patrullando nuestras calles”.
El profesor Brenner Fissell, de la Universidad de Villanova, también advirtió:
“Si el presidente puede usar las tropas sin control judicial, entonces no hay protección real contra un golpe militar en este país”.
Cuando el poder choca con la legalidad
Trump no es el primer presidente en recurrir a la Guardia Nacional contra la voluntad de un gobernador. Sin embargo, los ejemplos previos —como en 1957 durante la integración escolar en Little Rock por parte de Dwight D. Eisenhower— fueron en defensa de derechos constitucionales y con pleno respaldo judicial.
En cada caso del pasado:
- Se trataba de crisis de derechos civiles o violencia documentada.
- La intervención federal fue considerada una obediencia a decisiones judiciales, no una estrategia política.
- Estaban en juego principios constitucionales fundamentales como la igualdad ante la ley.
En cambio, los recientes despliegues ordenados por Trump han sido vistos como herramientas de intimidación política contra gobiernos locales opositores.
Las elecciones como termómetro del backlash político
Este uso aparentemente unilateral y partidista de la Guardia Nacional tendrá un impacto significativo en próximas elecciones estatales, como las de Virginia y Nueva Jersey.
En Nueva Jersey, con una población de más de 23,000 empleados federales, los demócratas han denunciado que la administración Trump congeló fondos para el túnel Gateway, crucial para la conexión ferroviaria con Nueva York. Mikie Sherrill, candidata demócrata a gobernadora, aseguró:
“Estamos arriesgando la falla de un túnel que usan más de 200,000 personas cada día. La decisión del presidente es destructiva para nuestra economía.”
Mientras tanto, en Virginia, la congresista Abigail Spanberger centra su campaña en señalar los efectos del llamado “DOGE” (Departamento de Eficiencia Gubernamental), abogando contra los despidos de trabajadores federales y el menoscabo a programas de salud.
La narrativa demócrata se posiciona con fuerza: Trump pone en riesgo el trabajo de miles y la salud democrática del país.
Alarma roja entre juristas y ciudadanos
Los líderes civiles y los defensores de la democracia han advertido sobre el daño institucional que representa permitir una militarización del control político. La historia ha dejado huella: desde dictaduras latinoamericanas hasta regímenes autoritarios modernos, el uso discrecional de militares —aunque inicialmente justificado como “restauración del orden”— ha desembocado en deterioros democráticos irreversibles.
La ciudadanía y sus representantes legalmente elegidos deben alzar la voz cada vez que un líder busca erosionar los contrapesos del poder judicial, local o legislativo. Como sugirió el juez Charles Breyer en un dictamen, si una respuesta a protestas pequeñas es declarar insurrección, el peligro no es la turba en la calle, es el que emite la orden.
¿Qué podemos esperar?
Mientras los tribunales continúan revisando los límites del poder presidencial, la arena política hará su trabajo. El veredicto lo dará el pueblo en las urnas. Pero lo cierto es que el grado de obediencia institucional frente a órdenes de corte autoritario marcará el futuro de la democracia estadounidense.
Ante las iniciativas de desplegar soldados en ciudades sin consentimiento local, la pregunta clave no es si se puede hacer, sino si se debe. Como diría Benjamin Franklin: “Aquellos que renuncian a la libertad esencial para comprar una pequeña seguridad temporal no merecen ni libertad ni seguridad”.