El cementerio encantado del automóvil: un homenaje oxidado a la historia sobre ruedas

En un bosque de Alemania, un coleccionista convierte 50 autos clásicos en arte efímero, desafiando el paso del tiempo y el valor económico.

Un cumpleaños diferente: 50 años, 50 automóviles

Michael Froehlich no quiso celebrar su 50° cumpleaños con una fiesta común. En el año 2000, este excéntrico coleccionista alemán decidió marcar su medio siglo de vida con una idea tan romántica como provocadora: adquirir 50 autos clásicos fabricados en 1950, el año de su nacimiento. Pero en lugar de restaurarlos o exhibirlos en un museo, les dio un destino insólito: los estacionó en medio del bosque en el Valle de Neandertal, cerca de Mettmann, Alemania.

Un jardín automotriz encantado

Hoy, estos vehículos de ensueño —Jaguar XK120, Rolls-Royce Silver Ghost, Porsche 356, entre otros— yacen cubiertos de hojas otoñales, nieve invernal y el inevitable óxido de más de 25 años de exposición continua. Este sitio no es un depósito ni un cementerio de autos convencional; es una instalación artística viva, o más bien, moribunda, que juega con la idea del paso del tiempo, el valor material y la nostalgia.

¿Obra de arte o sacrilegio automotriz?

Para muchos amantes de los autos clásicos, dejar que un Jaguar o un Porsche se deteriore bajo la intemperie puede sonar como blasfemia. El valor restaurado de cada una de estas piezas podría alcanzar cifras de hasta medio millón de euros por unidad, dependiendo de su estado y rareza. Sin embargo, Froehlich afirma que lo que ha hecho es elevar el automóvil a la categoría de escultura efímera. "Los autos, como los humanos, envejecen y desaparecen", ha dicho en varias entrevistas. Para él, esto no es una pérdida, sino una transformación poética.

De la carretera al musgo: un lujo saboteado

Los autos, una vez símbolos de lujo y velocidad, han sido adoptados por la vegetación. El musgo crece en los asientos, hongos emergen alrededor de las llantas, y el rojo brillante de una carrocería se ha tornado en marrón óxido. Una muñeca de la Reina Isabel II y el entonces príncipe Carlos descansa en el asiento trasero de un Rolls-Royce, como vigilantes de un trono despintado.

Este contraste entre el esplendor mecánico y la decadencia natural fascina a visitantes y fotógrafos por igual. No es raro ver excursionistas y amantes del arte caminando por este bosque encantado, cámara en mano, buscando el ángulo perfecto donde la máquina y la naturaleza colisionan.

¿Por qué dejar que se oxiden?

La decisión de Froehlich responde a una crítica velada sobre el consumo, la obsolescencia y el coleccionismo sin alma. Según él, muchos coleccionistas "encierran" sus autos tras vitrinas, sin volver a ponerlos en movimiento, convirtiéndolos en piezas muertas. "Mis autos están muertos, sí", admite. "Pero mueren al aire libre, como todo ser vivo". Un acto cargado de simbolismo que convierte la posesión en contemplación eterna.

El impacto del entorno: climatología y decadencia

El clima alemán, con inviernos severos y otoños húmedos, ha acelerado el proceso de oxidación, creando texturas irrepetibles en la pintura y la carrocería. Al quitar los aceites y líquidos contaminantes antes de emplazar los autos, Froehlich también buscó minimizar el daño ambiental. Sin embargo, el simple hecho de insertar elementos industriales en un ecosistema abierto genera opiniones encontradas entre ecologistas.

Una vitrina para la reflexión estética

Varios artistas contemporáneos han elogiado el proyecto por su dimensión estética y filosófica. Es inevitable pensar en las naturalezas muertas flamencas del siglo XVII, donde los elementos de lujo y decadencia coexistían como formas de memento mori. El parque de esculturas de Froehlich no es distinto: cada auto oxidado recuerda que incluso lo que una vez nos pareció eterno tiene una fecha de expiración.

Una nueva forma de turismo cultural

Ubicado en el mágico Valle de Neandertal, este parque no es de acceso abierto al público en general, pero ocasionalmente se organizan visitas privadas. A pesar de ello, ha generado suficiente interés como para convertirse en un foco de atención artística y cultural. Varios documentales, galerías fotográficas e incluso propuestas de performance art han utilizado este enclave como musa.

¿Una tendencia en el coleccionismo del futuro?

Con la creciente reflexión sobre el impacto del consumo y el arte medioambiental, el enfoque de Froehlich podría ser más que una rareza. En definitiva, propone algo que la mayoría de los coleccionistas no se atreven a hacer: renunciar al control y permitir que el tiempo sea el último curador.

El valor detrás del deterioro

¿Puede algo adquirir valor al caer en el olvido? Quizás no económico, pero sí simbólico. Mientras las casas de subastas aún luchan por obtener millones por autos clásicos intactos, el bosque de Mettmann ofrece un curioso contrapeso: aquí, el óxido no es decadencia sino identidad. Cada gota de humedad que corroe el metal talla, sin querer, una escultura en constante evolución.

Automóviles con alma: entre el arte y el epitafio

Los coches de Froehlich murieron donde podrían haber vivido con gloria, pero encontraron algo más profundo: una segunda vida como metáforas móviles, como poesía aparcada en la maleza. Quizás no vuelvan a la carretera, pero nunca dejarán de avanzar en la imaginación del visitante que, al verlos, no siente lástima, sino asombro.

Como dijo una vez el cineasta Wim Wenders: "El tiempo no perdona, pero sí embellece aquello que se atreve a rendirse". En el bosque de Mettmann, esta idea resuena entre el crujir de hojas secas y el silencio de un motor que ha dejado de rugir, pero no de emocionar.

Este artículo fue redactado con información de Associated Press