Nuremberg desde el diván: explorando la mente criminal detrás del Holocausto

Una mirada psicológica a los acusados del Juicio de Nuremberg y la incómoda pregunta sobre la banalidad del mal

El Juicio de Nuremberg es una de las páginas más significativas de la historia moderna. Celebrado entre 1945 y 1946, su objetivo fue juzgar a los principales líderes del régimen nazi por crímenes de guerra, de lesa humanidad y genocidio. Pero más allá de lo legal e histórico, lo que surgió tras bambalinas fue un intento fascinante —y escalofriante— de comprender la mente de los verdugos. ¿Cómo personas aparentemente normales participaron en uno de los mayores horrores de la civilización?

El escenario: justicia entre ruinas

Tras la caída del Tercer Reich, los Aliados enfrentaban un dilema sin precedentes: ¿cómo impartir justicia por crímenes que desafiaban la propia noción de humanidad? Joseph Goebbels, Heinrich Himmler y Adolf Hitler se habían suicidado. Otros fueron capturados y llevados ante la Corte Militar Internacional. Veinticuatro altos funcionarios nazis, incluyendo a Hermann Göring, Rudolf Hess y Joachim von Ribbentrop, se sentaron en el banco de los acusados en Nuremberg.

Al mismo tiempo que empezaban las audiencias, otro ejercicio sin precedentes se daba detrás de los muros del Palacio de Justicia: psiquiatras y psicólogos estadounidenses llevaban a cabo análisis clínicos de los acusados, entrevistándolos y aplicándoles tests para conocer su psique.

El equipo de psicoanálisis

El psiquiatra principal fue el Dr. Douglas Kelley, un militar de 34 años que había estudiado medicina en el University of California Medical School y había trabajado con criminales en prisión. A su lado estuvo el psicólogo Gustave Gilbert, un joven políglota que sirvió también como intérprete en los interrogatorios.

Ambos compartían una misión: entender si aquellos criminales eran monstruos patológicos o simplemente humanos comunes arrastrados por una ideología enfermiza y oportunidades de poder sin freno.

El resultado de sus encuentros sacudiría los cimientos éticos y filosóficos del siglo XX.

El Rorschach del mal

Gilbert y Kelley aplicaron a los acusados pruebas psicológicas como el famoso Test de Rorschach (las manchas de tinta), además de entrevistas clínicas completas. Los hallazgos fueron desconcertantes. La gran mayoría de los dirigentes nazis no mostraban síntomas de psicopatía o psicosis. Hermann Göring, por ejemplo, fue descrito como carismático, inteligente y astuto, con una capacidad abrumadora de manipulación. Su narcisismo y grandiosidad, sin embargo, eran innegables.

Los resultados del Rorschach, aunque cuestionados metodológicamente después, abrieron una vía de reflexión inquietante: ¿es posible que los peores crímenes sean cometidos por personas psicológicamente normales?

Una moral suspendida

Uno de los hallazgos más impactantes fue la habilidad de los acusados para disociar sus acciones del sufrimiento ajeno. Una frase de Albert Speer, ministro de armamento de Hitler, resulta especialmente reveladora:

"Yo no quería saber. Asumí que lo que se decía eran exageraciones. Preferí no preguntar."

La defensa común fue la obediencia debida. Decían seguir órdenes. Pero los análisis de Gilbert sugerían algo más insidioso: una complacencia ideológica y una ambición personal que convertía la moralidad en un accesorio desechable.

La banalidad del mal y Hannah Arendt

Una década después de Nuremberg, la filósofa Hannah Arendt presenció en Jerusalén el juicio de Adolf Eichmann, arquitecto logístico del Holocausto. En un giro profundamente influenciado por los hallazgos de Gilbert y Kelley, Arendt acuñó el término "la banalidad del mal": la idea de que actos monstruosos pueden nacer de la obediencia ciega, la burocracia desalmada y la falta de pensamiento crítico.

Volviendo a Nuremberg, Arendt hubiera encontrado un caso paradigmático en Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz. En su confesión describió el asesinato sistemático de seres humanos usando un lenguaje técnico, clínico, sin aparente remordimiento. Para él, el exterminio fue una cuestión de logística.

Göring, el actor principal

Hermann Göring fue sin duda el acusado más notable del tribunal. Encantador, culto, controlador. Douglas Kelley se obsesionó con él. En sus memorias describe cómo Göring devoraba los cuestionarios psicológicos y se perfilaba a sí mismo como el centro inevitable de atención. Göring incluso se burló de los psiquiatras:

“No pueden encontrar nada. Solo haré que digan que soy el más inteligente.”

Pero fue precisamente el análisis de su personalidad narcisista y egocéntrica, con un desprecio absoluto por la vida ajena, lo que lo convirtió en un símbolo escalofriante del liderazgo nazi: sin empatía, con hambre de poder, y sin límites morales.

Douglas Kelley: un epílogo sombrío

La historia tomó un giro aún más oscuro. En 1958, Douglas Kelley se suicidó en su casa en California, tomando la misma cápsula de cianuro con la que Göring se quitó la vida la noche antes de su ejecución. Para algunos fue una coincidencia macabra; para otros, una consecuencia de sumergirse demasiado profundo en los abismos de la condición humana.

¿Monstruos o personas comunes?

Los estudios psicológicos en Nuremberg culminan en una inquietud que aún hoy nos persigue: ¿quién, en condiciones de presión y propaganda, no cometería actos terribles? El psicólogo social Stanley Milgram exploró esta pregunta en 1961 con su famoso experimento de la obediencia, donde personas ordinarias fueron capaces de aplicar lo que creían eran descargas eléctricas letales a otros simplemente porque una figura de autoridad se los indicaba.

Los resultados reflejaron los hallazgos de Nuremberg: la maldad puede ser cuestión de contexto, de estructuras, de cultura. Como dijo Gilbert:

“Estos hombres no eran locos. Eran peligrosamente humanos.”

Nuremberg en tiempos modernos

El interés por los aspectos psicológicos del juicio ha vuelto en las últimas décadas. Documentales, libros y películas como "Nuremberg" (2000) y "The Memory of Justice" (1976) han retomado elementos de estas entrevistas psiquiátricas. En tiempos de tensiones políticas, discursos de odio y polarización creciente, las lecciones de Nuremberg deben recordarnos no solo lo que sucedió, sino cómo pudo suceder.

Tal vez lo más inquietante que nos dejaron los doctores Kelley y Gilbert es que comprender a los criminales no es justificarlos, pero sí es el primer paso para evitar que la historia se repita. La monstruosidad del Holocausto no reside solo en los actos, sino también en su origen humano.

Este artículo fue redactado con información de Associated Press