Nuremberg: el juicio desde la psiquis del enemigo

Una mirada oscura e intrigante de los juicios de Núremberg desde la perspectiva del psiquiatra que estudió a los líderes nazis

¿Qué se necesita para entender el mal? Esa es la pregunta que intenta responder “Nuremberg”, el nuevo drama histórico escrito y dirigido por James Vanderbilt. A lo largo del cine, los juicios de Núremberg han sido retratados en múltiples ocasiones, pero esta producción se atreve a cambiar el foco: en vez de centrarse en el tribunal, lo hace en el consultorio psiquiátrico, donde ocurren algunas de las conversaciones más perturbadoras entre el bien y el mal.

En este análisis, exploramos cómo esta nueva propuesta rescata al olvidado Dr. Douglas Kelley, cómo se retrata la psicología de los nazis capturados, y qué implicancias morales surgen de una historia donde el enemigo no es monstruoso, sino inquietantemente normal.

Douglas Kelley: el psiquiatra que miró al abismo

Interpretado con intensidad por Rami Malek, el Dr. Douglas Kelley fue un psiquiatra del ejército estadounidense, cuya labor fue evaluar la estabilidad mental de los líderes nazis antes de ser juzgados. Su historia, basada en el libro de Jack El-Hai “The Nazi and the Psychiatrist”, saca del olvido a un personaje que, fuera del ámbito académico, rara vez es mencionado en los recuentos históricos del juicio de Núremberg.

Kelley no solo cumplió funciones clínicas: aprovechó su acceso privilegiado a figuras como Hermann Göring —interpretado por Russell Crowe— para realizar entrevistas, aplicar pruebas psicológicas como el test de Rorschach, y perfilar a los responsables del Holocausto. El objetivo era ambicioso: escribir sobre la mente de los criminales nazis y advertir cómo personas que no eran psicópatas pudieron ejecutar los mayores horrores del siglo XX.

Una relación tan fascinante como perturbadora

El corazón de la película es la dinámica entre Kelley y Göring. Vanderbilt construye largas secuencias de diálogos entre ambos personajes, en las que se mezclan análisis clínicos, estrategias de manipulación y momentos de inquietante camaradería. Esta relación despierta en el espectador una incomodidad deliberada: ¿puede un psiquiatra desarrollar respeto hacia un genocida? ¿Dónde termina la ciencia y comienza la complicidad?

Russell Crowe brilla en su interpretación de un Göring bilingüe, carismático, astuto y profundamente narcisista. A diferencia de otros retratos de líderes del Tercer Reich, aquí no se recurre a la exageración ni al grotesco: es un ser humano que juega su última carta para evitar la horca. Malek, por su parte, se sumerge en un personaje complejo, cuya ambición académica y deseo de hacer historia conflictúan continuamente con su ética profesional.

Los límites morales del juicio de los vencedores

Mientras la película ofrece escenas poderosas en los diálogos entre Kelley y Göring, también hay una narrativa paralela sobre los esfuerzos jurídicos del juez de la Corte Suprema Robert H. Jackson, interpretado con eficiencia por Michael Shannon. Aquí se vuelve a poner sobre la mesa una vieja crítica: ¿los juicios de Núremberg fueron justicia o venganza de los vencedores?

El guión de Vanderbilt se atreve a cuestionar los cimientos de los tribunales internacionales. ¿Quién decide qué es crimen contra la humanidad cuando la humanidad ha sido cómplice silenciosa de muchos crímenes? ¿Qué legitimidad tiene un tribunal impulsado por las potencias vencedoras que también cometieron atrocidades militares sin consecuencias legales?

Una estética clásica para una verdad incómoda

Visualmente, Nuremberg mantiene una estética fílmica sobria y formal, cercana al llamado Oscar bait de décadas anteriores. Con una notable dirección de arte y cinematografía, la película rehúye de recursos estilísticos vanguardistas y se refugia en encuadres y narraciones lineales, quizás buscando una solemnidad que, en algunos momentos, le resta intensidad emocional.

Sin embargo, lo más sobresaliente y estremecedor del film no son los monólogos, ni las aulas tribunalicias, sino las imágenes reales de los campos de concentración nazis que se exhiben casi al final. Es una secuencia brutal, que succiona el aire del espectador y recuerda, sin necesidad de palabras ni drama, por qué se necesitaba llevar a juicio a estos hombres.

¿Eran demonios o simplemente humanos?

Una de las conclusiones más perturbadoras de Douglas Kelley, plasmada años después en su libro “22 Celdas en Núremberg”, fue que estos líderes nazis, responsables de la muerte sistemática de millones, no eran psicópatas. No había en ellos desequilibrio patológico apreciable. Eran funcionalmente normales, inteligentes y adaptables. En sus palabras:

“Estoy convencido de que hay poco en Estados Unidos hoy en día que evitaría la instauración de un estado similar al nazi.”

Estas palabras, escritas en la posguerra, resuenan con inquietante actualidad entre discursos nacionalistas, exclusión racial y negacionismo del Holocausto. La película recoge esta frase como colofón, dejando al espectador preguntándose si hemos aprendido algo como humanidad o simplemente seguimos bailando en la cuerda floja de la historia.

Un elenco de peso, aunque desigual

Además de Crowe y Malek, la película cuenta con un amplio elenco que aporta nombre y experiencia: Richard E. Grant como el abogado británico Sir David Maxwell-Fyfe, Colin Hanks como el psiquiatra Gustave Gilbert —cuyo libro sería más leído que el de Kelley— y Leo Woodall como el joven oficial Howard Triest. Especial mención merece este último, un judío alemán que emigró a EE.UU. y regresó como traductor en el juicio del régimen que asesinó a su familia.

Es extraño que su historia se revele como un giro emocional tardío, cuando en realidad tenía el potencial de ser uno de los hilos conductores más potentes del relato.

Un filme necesario, pero limitado

Nuremberg no es perfecta. Sus diálogos en ocasiones carecen de tensión suficiente, y su conclusión se enturbia al caer en los clichés del drama judicial. Pero su mayor logro es recuperar una perspectiva olvidada —la del análisis clínico del mal— y recordarnos que los monstruos no siempre tienen cuernos.

En un tiempo donde resurgen tendencias autoritarias y se minimiza el impacto de los crímenes de guerra, obras como esta sirven como advertencia envuelta en celuloide. Aun cuando su estructura sea conservadora, su mensaje no podría ser más disruptivo: el horror no viene de otro mundo, sino del nuestro.

Duración: 148 minutos
Clasificación: PG-13 (Violencia de guerra, lenguaje, suicidio, imágenes perturbadoras)
Calificación del autor: ★★☆ de ★★★★

Basado en el libro “The Nazi and the Psychiatrist” de Jack El-Hai.

Este artículo fue redactado con información de Associated Press