El conflicto invisible de Trump: ¿una guerra contra el narcotráfico o una violación del derecho internacional?
Analizamos la ofensiva militar en el Caribe, los perdones presidenciales polémicos y el salto hacia una política exterior sin transparencia ni control del Congreso.
Una campaña letal en el Caribe: ¿narcos o crimen de Estado?
El secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, anunció un nuevo ataque militar contra un presunto barco traficante de drogas en el mar Caribe. Según el funcionario, la operación dejó tres muertos y se atribuyó a una organización designada como terrorista. Con este reciente ataque, ya suman al menos 69 muertes en 17 ataques aprobados bajo la administración Trump en aguas suramericanas. Todo esto ha sido justificado por la Casa Blanca como parte de una «guerra armada» contra organizaciones narcoterroristas.
La reacción no tardó en llegar. Mientras los republicanos se mostraron en silencio o respaldaron la estrategia, los demócratas exigieron explicaciones al Congreso y a la opinión pública. ¿Es legal matar presuntos narcotraficantes en altamar sin presentar pruebas ni juicio previo? ¿Cuál es la base jurídica que avala estas acciones? El asunto ha hecho sonar las alarmas entre expertos en derecho internacional, defensores de derechos humanos y legisladores.
¿Quién aprueba estos ataques y bajo qué ley?
El marco legal usado por la administración Trump para justificar esta escalada militar sigue siendo incierto. Según Hegseth y el secretario de Estado Marco Rubio, la estrategia forma parte de una campaña para detener el "envenenamiento del pueblo estadounidense", lo cual parece ser una adaptación del lenguaje de la guerra global contra el terrorismo de George W. Bush, solo que aplicada a carteles de drogas.
Sin embargo, los académicos advierten que atacar embarcaciones civiles en aguas internacionales —incluso si están vinculadas al narcotráfico— sin un proceso debido puede violar la Convención de Ginebra y las leyes del mar. Se habla de una militarización mal definida y sin supervisión, potencialmente letal para inocentes o incluso para ciudadanos extranjeros sin vínculos probados con el terrorismo o el crimen organizado.
¿Estamos ante una guerra privatizada del Ejecutivo?
Uno de los elementos más preocupantes es que el Congreso ha quedado al margen. El senador Bernie Sanders y otros demócratas han pedido explicaciones contundentes sobre la estrategia, pero los republicanos en el Senado rechazaron incluso debatir una legislación que restringía los poderes del presidente para atacar Venezuela, pese al creciente apetito ejecutivo por intervenciones en la región.
La comparación inevitable es con épocas en las que la política exterior de EE.UU. fue definida unilateralmente desde la Casa Blanca, con poca o ninguna fiscalización parlamentaria. La doctrina Monroe del siglo XIX parece haber mutado en una versión armada digital del siglo XXI, validada por tuits y apoyada por videos de explosiones grabados con drones.
Obama responde con una agenda de esperanza
En contraste, el expresidente Barack Obama hizo una aparición sorpresa en el podcast Pod Save America en Washington, donde celebró lo que consideró una señal de esperanza: la victoria de diversas facciones demócratas en elecciones locales. Obama aseguró que el pueblo estadounidense está rechazando la crueldad y el autoritarismo, aludiendo de forma indirecta al estilo de gobierno de Trump.
“El pueblo estadounidense no quiere crueldad. No están buscando que quienes están en la cima se aferren indefinidamente al poder”, dijo Obama.
La victoria de Zohran Mamdani en Nueva York y de demócratas en Virginia y Nueva Jersey revitalizó el debate interno demócrata sobre el rumbo del partido: ¿cómo unir a moderados y progresistas? Obama no negó que hubiera tensiones, pero insistió en que aún hay terreno común y una causa común: "algo extraordinario que compartimos, pese a nuestras diferencias".
Perdones presidenciales: corrupción perdonada a conveniencia
De forma paralela, Trump volvió a desatar una tormenta política al conceder el perdón presidencial al exlíder de la Cámara de Representantes de Tennessee, Glen Casada, y a su exjefe de gabinete, Cade Cothren. Ambos fueron condenados por un escándalo de corrupción relacionado con contratos públicos y una empresa fantasma llamada Phoenix Solutions.
¿La excusa? Según un alto funcionario de la Casa Blanca, los delitos eran menores y mal enjuiciados: "un caso de cartas legislativas, sin quejas por parte de los electores" y con pérdidas menores a $5,000 dólares. Sin embargo, la trama revela el uso de un alias ficticio (“Matthew Phoenix”), documentos fiscales falsos, interacciones con novias en funciones institucionales y un patrón de mensajes sexuales y racistas. Todo esto generó críticas de sectores que ven una tendencia alarmante: el uso del perdón presidencial como escudo para aliados políticos.
Este no es un caso aislado. La campaña de clemencias de Trump ha beneficiado a figuras prominentes, como los exgobernadores Rod Blagojevich (Illinois) y John Rowland (Connecticut), el excongresista Michael Grimm y hasta celebridades como Todd y Julie Chrisley.
La fragilidad institucional expuesta
Detrás de estas decisiones hay un trasfondo más amplio: la erosión sistemática de los mecanismos de rendición de cuentas. La administración Trump despidió al abogado encargado de perdones en el Departamento de Justicia y debilitó gravemente la unidad encargada de procesar la corrupción pública.
Las alarmas no suenan solo por quienes son liberados, sino por lo que representan estos actos: una señal hacia aliados políticos de que vivir al margen de la ley no será castigado si se permanece leal al poder. A eso se suma la peligrosa politización del poder judicial, con investigaciones que favorecen ciertos intereses y desestiman escándalos similares si provienen del bando oficialista.
Un patrón de impunidad y unilateralismo
La ofensiva en el Caribe, los perdones a funcionarios corruptos, y la narrativa de una guerra contra el narcotráfico sin pruebas ni apoyo internacional, constituyen elementos interconectados de una estrategia más amplia: el uso del poder presidencial sin límites, sin rendir cuentas y sin transparencia. Esta lógica, peligrosamente adictiva, socava la democracia, fracciona la legalidad internacional y pone en peligro los cimientos que sostienen a Estados Unidos como referente jurídico y moral.
A medida que se acercan las elecciones midterm de 2026 y la posibilidad de un regreso de Trump al poder toma forma, no se trata únicamente de cuántos votos gana un partido. Se trata de qué tipo de democracia —o de “república presidencialista”— están dispuestos los estadounidenses a conservar.
¿Habrá freno institucional a esta acumulación de poder? ¿O estamos simplemente contemplando cómo Estados Unidos redefine su rol global —ahora más autoritario, menos diplomático?
