Los olvidados del Caribe: ¿narco-terroristas o víctimas de un conflicto invisible?
Más de 60 venezolanos han muerto en ataques de EE.UU. contra lanchas presuntamente usadas para el tráfico de drogas. ¿Quiénes eran estas personas y qué revela su historia sobre una guerra silenciosa?
Por décadas, el Caribe ha sido una vía estratégica para el narcotráfico. Pero en los últimos meses, una nueva estrategia militar estadounidense ha convertido esta región en un campo de batalla invisible, dejando una ola de cadáveres cuya historia apenas comienza a salir a la luz.
La ofensiva estadounidense en el mar
Desde septiembre, la administración de Donald Trump intensificó ataques militares contra embarcaciones en el Caribe bajo el argumento de desmantelar redes de "narco-terrorismo". Al menos 17 botes han sido hundidos y más de 60 personas resultaron muertas en estas operaciones, sin arrestos, sin juicios, sin nombres divulgados oficialmente. Según el Pentágono, los fallecidos eran miembros de organizaciones criminales peligrosas, responsables del envío de toneladas de cocaína a Estados Unidos.
Pero al pie de la Península de Paria, en el estado Sucre, Venezuela, una versión distinta emerge, tejida con relatos familiares, pérdidas profundas y una creciente rabia contra una maquinaria que aplasta a cambio de supuesta seguridad.
¿Quiénes eran los muertos?
En los pueblos costeros de Güiria y sus alrededores, los rostros detrás de las cifras comienzan a revelarse. No eran jefes de carteles, ni narcotraficantes de alto rango. Eran pescadores, cadetes desertores, chóferes sin ingresos o matones de bajo perfil. La mayoría aceptó trabajos de "mula marítima" por una paga que superaba lo que podrían ganar en meses de trabajo honesto.
Por ejemplo, Robert Sánchez, de 42 años, era un reconocido pescador de Güiria. Ganaba apenas $100 al mes, con los que debía alimentar a sus cuatro hijos. Su sueño era comprar un motor fuera de borda propio, de 75 caballos de fuerza, para dejar de depender de terceros. Pero nunca lo logró. Su última travesía, según relatan familiares, fue para ayudar a una red de contrabando que intentaba llegar a Trinidad. Nunca volvió.
Otro caso es el de Luis “Che” Martínez, de 60 años, un conocido traficante local que había sido arrestado por trata de personas en 2020 tras una tragedia marítima que cobró la vida de 24 personas, incluidos dos de sus hijos. Su cadáver fue identificado tiempo después en costas de Trinidad gracias a su ostentoso reloj de oro, que aún llevaba en la muñeca.
Cuando el hambre se convierte en crimen
La historia de Juan Carlos “El Guaramero” Fuentes retrata fielmente la desesperación que permea la cotidianidad venezolana. Ex conductor de autobús, quedó sin ingresos cuando su vehículo, propiedad del Estado, se descompuso y nunca fue reparado. Frente a un sistema que lo empujó al borde del hambre, aceptó unirse a una tripulación de contrabandistas pese a no tener experiencia náutica. Murió en su segundo viaje.
Dushak Milovcic, de apenas 24 años y ex cadete de la Guardia Nacional, también terminó aceptando hacer "trabajos" para contrabandistas, seducido por el dinero rápido y la emoción. Era un observador en tierra antes de ser promovido a las embarcaciones. Esa promoción fue su sentencia de muerte.
El dilema ético del uso de la fuerza militar
La respuesta de Washington ha sido justificar sus acciones bajo el derecho internacional al considerar a los narcotraficantes como "combatientes ilegales", lo cual permitiría su eliminación sin juicio. Trump ha afirmado que cada lancha destruida salva "25.000 vidas americanas". Pero ¿de qué drogas se habla? La mayoría de estos cargamentos transportaban cocaína, no opioides sintéticos como el fentanilo, causante directo de la crisis de sobredosis en EE.UU.
La diferencia es crucial: el 90% de las muertes por drogas en EE.UU. se deben a opioides sintéticos y no a cocaína, según los CDC (Centros para el Control y Prevención de Enfermedades). ¿Hasta qué punto es justificable una intervención letal contra embarcaciones con cargamentos menos letales?
¿Justicia o ejecución extrajudicial?
La indignación en las aldeas costeras venezolanas es palpable. Los familiares se sienten impotentes e invisibilizados. En décadas anteriores, lanchas sospechosas eran interceptadas y sus tripulantes procesados. Hoy, la política militarizada borra esa posibilidad.
“Lo que hicieron fue una ejecución sin juicio”, dice un pariente de uno de los fallecidos. “Merecían ser detenidos, no convertidos en cenizas en medio del mar”.
El gobierno de Nicolás Maduro ha denunciado las ofensivas como “ejecuciones extrajudiciales”. Sin embargo, no ha reconocido públicamente la muerte de ningún venezolano ni se ha comprometido a investigar. La opacidad reina.
Silencio en redes y luto clandestino
Las noticias sobre las muertes no se publican oficialmente. Circulan como rumores, como fotos filtradas desde un celular, como mensajes cifrados en grupos de WhatsApp. Temor a represalias del gobierno o de las mafias impide a las familias hablar abiertamente. Saber quién murió y cómo es hoy un privilegio reservado a quienes aún se atreven a preguntar.
Muchas familias han aceptado la muerte de sus seres queridos por descarte: no recibieron más mensajes, no contestan el teléfono, las autoridades registran sus casas. Así saben que ya no están.
Una región olvidada por todos
La Península de Paria, en el estado Sucre, parece congelada en el tiempo. Sin hospitales eficientes, agua, ni empleo formal. Los planes industriales que prometieron transformar la región —astilleros, gasificación, pesca industrial— están oxidados o abandonados. Esa realidad empuja a muchos jóvenes a formas ilegales de subsistencia.
El éxodo hacia las rutas del narcotráfico se vuelve, muchas veces, la única opción con retorno económico. “¿Quién los va a juzgar?”, se pregunta un habitante. “¿El mismo gobierno que no les dio escuela, agua ni electricidad?”
¿Y si hubieran sido estadounidenses?
Imaginemos el mismo escenario pero con ciudadanos norteamericanos como protagonistas: hombres sin antecedentes graves, pescadores o padres de familia, muertos por misiles sin opción a rendirse. La indignación sería inmediata. ¿Por qué entonces pareciera aceptable cuando los muertos son latinos pobres?
La política exterior estadounidense ha adoptado un tono cada vez más agresivo hacia Venezuela, presionando por la caída de Maduro mientras impone sanciones económicas devastadoras. Esta campaña militar en el mar es un nuevo frente de esa guerra no declarada.
Y nadie da respuestas
Los dolientes no tienen a quién acudir. Ni el gobierno de Maduro, ni las ONG locales, ni las entidades internacionales han brindado apoyo a las familias. Mientras tanto, EE.UU. promueve sus logros como si fueran escenas de acción del Pentágono, ocultando que muchos de los muertos no eran capos ni terroristas, sino hombres arrinconados por la desesperanza.
“No tengo dudas de que algunos sí estaban involucrados en crimen”, dice un residente. “Pero no eran los que mandaban. Los verdaderos jefes están viviendo cómodamente en Caracas o Colombia. Estos eran peones descartables.”
Pregunta abierta: ¿Quién nos protege de los protectores?
Con más operaciones previstas y una retórica de combate cada vez más bélica, las víctimas civiles podrían aumentar. En nombre de la seguridad, EE.UU. ejecuta operaciones que, según el derecho internacional y los derechos humanos, rayan en extralimitaciones graves. Mientras tanto, Venezuela guarda silencio y se lava las manos.
Y en la ribera del Golfo de Paria, las madres lloran en silencio a sus hijos, ninguneados por todos, recordando la última vez que los vieron alejarse entre olas.
